lunes, 19 de julio de 2010

La Facultad daña…

Así decía mi hermano, hoy ya odontólogo y, no está tan mal…
Irnos a estudiar no fue sencillo, como a todos, nos costaba dejar la ciudad para cruzarnos la provincia de lado a lado y cumplir con nuestras metas en la inmensa ciudad de las diagonales. La situación económica no era buena por esos tiempos, para nadie, de manera que: ¿por qué habría de serlo para nosotros?. No lo era. Vivíamos los cuatro hermanos en un departamento que tenía algunas deudas. Por no alarmar, no las relataré, pero tenía algunas deudas. A los dos más grandes les quedaba poco para recibirse y a los dos más chicos nos quedaba todo para hacerlo. El título quedaba lejos.
Siempre que se llega a algún lugar y no se es conocedor de nada, lo más lógico es consultar o bien, recibir un consejo o explicación de cómo funcionan las cosas en la universidad. Sus parecidos y diferencias con la escuela, por ejemplo. En éste caso, de cada hermano recibimos un consejo, ya que no una explicación. De Fede, el más grande, una frase contundente, sólida, que no permitía dudas: “Estudia para diez y si te va muy mal, te sacas un ocho”. Y del que le sigue en años, Ema, algo escueto pero preciso: “La facultad daña”. Era para reírse y eso hacíamos. El hermano que me continúa en años para arriba (soy el más chico), llegó a los seis meses que ya estaba instalado en aquel departamento con los otros dos.
La economía era sencilla: cada viernes mi padre nos giraba con tremendo esfuerzo veinte pesos, los cuales nos alcanzaban, en aquellos tiempos, para abastecernos estrictamente de fideos y sus correspondientes cajas de puré de tomates, con algunos festejos que correspondían a cajas de hamburguesas (dos) marca “X5” que se distinguían, justamente por ser cinco. Y, lógicamente, por ser las más baratas del mercado. La preciada yerba y, además, el infaltable azúcar y, cuando digo infaltable debe entenderse INFALTABLE, puesto que su ausencia nos dejaba los últimos días, de alacena vacía, sin siquiera glucosa en sangre.
Solíamos desafiarnos, una vez dentro del súper, a encontrar el precio más bajo y, no estábamos en un Carrefour, alejados siempre de la ciudad, por esta última condición.
Entonces volvíamos con la, o las, bolsas al departamento y allí nos dábamos cuenta de que nos habíamos olvidado algo, pero, lo lamento, ya era tarde. Los veinte pesos no se estiran tanto como para ir dos veces a un supermercado.
Eso no sería tanto, el baile comenzaba cuando el giro no entraba. ¿Cómo es esto?, Sencillo. No había cajeros automáticos, la cosa era más manual. Si la plata había sido depositada después de las diez de la mañana el que llegara era una mera cuestión de azar. Azar. Entonces, cuando no llegaba, había que esperar al lunes. Ni hablar que ese fin de semana nos abrazábamos al mate, porque las alacenas estaban peladas. ¿Me oyó?… Peladas. Pero aunque el giro llegara, nunca alcanzaba hasta la otra semana. Pongamos que para el miércoles a la noche o jueves a la tarde ya se había acabado, entonces vuelta al mate hasta esperar, pasadas las dos de la tarde, que el giro estuviera esperándonos en el banco de 7 y 48. Claro que si no estaba allí donde lo pretendíamos había que sortear el sábado, domingo y lunes hasta el medio día de la mejor manera. ¿Cuál era ella? El mate y con azúcar… como para no desmayarnos, ¿vio?…
La luz y el gas se pagaban sólo cuando ya no estaban. Esto es: nos cortaban, pedíamos al vecino (mayormente sucedía esto, no siempre), el teléfono y llamábamos a mi viejo para que nos girara el importe que hacía falta. Si era grande el esfuerzo de los veinte, el del impuesto ni le digo. Pero era seguro que tardaría en llegar, por lo menos un día, más otro en reconectar… Esos dos días (mínimo, siempre), se vivía sin esos privilegios… Con la luz nos manejábamos; Si se acercaba el verano la claridad nos aguantaba hasta las ocho, pero si era invierno, a eso de las seis, se prendían las primeras velas que nos acompañaban de la mano a la habitación que fuéramos. El tema se complicaba con el gas, puesto que si era invierno, el frío propio de la estación no se podía camuflar y ni le cuento meter el cuerpo abajo del agua fría… se la regalo. Si había fideos… del paquete no se los come nadie, no hay manera de mentirlos. De manera que ese era otro factor (más ocasional), para no llenar la panza.
Entonces había que irse a dormir para hacer el día más corto. Esto ¡cuántas veces fue así! Varias. Irnos a dormir para olvidar el hambre… porque no había más remedio y, mendigar… ¡no habíamos sido criados para eso!.