martes, 1 de diciembre de 2009

Tema uno, tema dos. Tema uno, tema dos! (La facultad daña 4)

No he ido al cuete a La plata. Entonces le contaré en resumen de que se trataba estudiar en la facultad de Humanidades. Allí se albergaban varias carreras: Sociología, Filosofía, Historia y, entre otras muchas, Psicología. Hasta allí llegue yo con mi ilusión a cuestas. La facultad distaba muchísimo de aquello que pude imaginar. Le resumo: Un edificio grande, de siete pisos. En cada piso había pasillos con balcones a cada lado, dejando al medio un hueco grande o pulmón de aire mentiroso (porque estaba techado en vidrio), que permitía ver hacia el primer piso donde se alojaban las aulas más importantes: la sala de profesores, secretearía, Alumnos y demás. Hasta allí, vamos bien. Cualquier facultad, más o menos, se parece a eso. Sin embargo había algo que siempre me ha llamado la atención: se encontraba super poblado por partidos políticos que montaban sus búnkers, uniendo un par de bancos, y llenando de papeles, con un color identificativo, para diferenciarse del que le seguía en espacio. Estos también se encontraban alojados, en su mayoría, allí en el primer piso. Algunos nombres recuerdo: Aguanegra, Aule, Franja morada, Unite, Utopía y varias más. Mayoritariamente eran grupos de izquierda formados por quienes ni siquiera sabían de qué se trataba ser de izquierda o de derecha. Ahora bien: manifestación que había, manifestación en la que participaban… (Pepe Cemento los definía así: tienen el mate para el piojo y armonías disonantes, sin embargo la ciudad les pertenece, coparon Buenos Aires en el centro. Juntan putas de colores, putos con olor a terciopelo, tiene una barba larga al pedo y hablan fuerte de Fidel, el guerrillero).
Le recuerdo al lector antes de seguir, que era la época del derrocamiento de De la Rúa y por tanto los paros y manifestaciones estaban al alcance de la calle.
Sacar los bancos a la calle y dictar clases allí en señal de protesta, era cosa de todos los días. Cuando digo de todos los días, debe leerse: “de todos los días”. Un medio día al llegar a la facultad me encontré con que aquello que solían ser bancos y pizarrones y carteles que cruzaban la calle con frases del tipo: “No pasarán!”. Recibían ahora un nuevo integrante: quien cruzaba la calle de lado a lado era una red de voley donde hacían sus prácticas los alumnos de Educación Física. Así como también algún militante aburrido, que había olvidado los motivos del supuesto enojo que ameritaba cortar el paso de los vehículos, y ahora se jugaba un partidito... quién sabe… a 15.
Intentando no almorzarme un pelotazo caminé mirando fijo la pelota, hasta que subí las escaleras y me metí en el edificio. De algún modo extraño sentía que esto maravillaba a los estudiantes.
Pero no he comenzado este capítulo interesado en aburrirlos. Lo que contaré a continuación a mí me genero vergüenza ajena, mientras que a usted, quizá, lo haga reír.
Las materias se dictaban en dos modalidades: de forma teórica y de forma práctica. Los prácticos se dictaban en aulas comunes que aunaban a unos cuarenta alumnos con su respectivo profesor y, talvez, su ayudante. Mientras que los teóricos se dictaban en aulas magnas: salones tipo de fiesta o largas canchas de pelota-paleta. De más está decir que sólo había asientos para unos pocos, de manera que quien quisiera sentarse en uno de ellos debía ir no menos de una hora antes. Los demás se sentarían en el piso durante las dos horas que duraba aquella cursada. En épocas de verano el piso se soportaba, pero en el invierno se le entumecía a uno, como imaginará, el trasero. A su vez debía uno pujar por un lugar cercano al pizarrón en la disposición del aula, siendo que ya había perdido las posibilidades de estar cómodo, ¡entonces al menos acerquémonos al profesor!. Los primeros quedarían cerca, sin embargo los que llegaban sobre la hora se acomodarían apoyando la espalda contra la pared del fondo, lo que daba un poco más de comodidad. Yo, llegara a la hora que llegara, me acomodaba en este último lugar para evitarme, entre otras cosas, la posición de loto, que producto de mi escasa elasticidad nunca ha sido mi fuerte. Entonces apoyaba la espalda en la pared del fondo y el cuaderno sobre mis piernas por momento estiradas, por momentos recogidas según fueran llegando los calambres o el sueño de cada pierna. El profesor, dictaba su clase a capella. ¿Micrófono? Vamos, ¡no se ponga exigente! ¡A capella! Estar a veinte metros de la cosa hacia que la información llegara, a veces, distorsionada. Lo que generaba distracción y, por ultimo, resignación, que se veía reflejada en el incremento de charlas con el de al lado o de gente que se retiraba mansamente…
Un día se cursaba el teórico de Psicología genética. Era a las 20 horas. Ese día había agarrado lugar, estaba sentado junto a dos grandes amigos. Mauri a la derecha, yo al medio y Marcelito a la izquierda. Era común ver llegar chicos con cosas que no pertenecían al ámbito facultativo. Por ejemplo: chicas con palos de Jockey, que vendrían de entrenar, chicos con guitarras, en fin… era común ver esto. Así que estando allí sentados, vimos que pegado a Marcelo se sentó un chico, de unos veintilargos años que traía en su hombro una guitarra enfundada. Mientras esperábamos que la clase comenzara, todos charlábamos de cualquier cosa o nos hacíamos consultas o qué sé yo. Sin embargo, este muchachito mataba su rato tocando la guitarra despaciosamente y afinándola. Guitarra tipo electro-acústica que sonaba muy bien. O, mejor dicho, que hacia sonar muy bien. Y no debía ser barata, sino todo lo contrario. Eso nos llamaba la atención en parte, no era muy común que aquello ocurriese. Máxime porque no nos conocíamos todos con todos y había cierto recelo, si se quiere, como para ponerse a hacer algo de eso. Bueno, al cabo de unos minutos la clase comenzó.
La profesora explicaba en aquel entonces una parte de la teoría de Piaget a cerca de la “conservación de la sustancia”. Ya nomás cuando la profesora había comenzado a hablar, este muchachito, cercano a nosotros, improviso un punteo rápido pero intenso que hizo voltear todas las miradas hacia el plano donde se ubicaba y, que indefectiblemente, nos comprometía espacio-temporalmente. La profesora lo miró, como todos, en perfecto silencio y, entonces, su guitarra calló majestuosamente. Se largo a hablar de nuevo y, vuelta este muchacho, ya con mayor intensidad, a soltar una zapada fenomenal que nos sumía en una vergüenza ajena, pero generalizada. La licenciada volvió a hacer silencio y le pidió que dejara de hacerlo, que entorpecía el normal curso del dictado de clases. El chico asintió con la cabeza y volvió a callar su guitarra. Ya más turbada por la situación, retomó lo que estaba explicando. No dejó que pasaran 5 minutos, es decir, nos hizo creer que no deberíamos volver a pasar por aquella situación incómoda, para volverse esta vez con un punteo escandaloso, tipo Blues, que colmaría la paciencia hasta de Mahatma Gandhi. La profesora le pregunto qué quería lograr o hacer, y si se podía retirar. Este muchacho sin un dejo, siquiera, de vergüenza explicó textual:
-Es que nunca tuve tanto público.
-¿Qué querés hacer? Respondió ella, con una cara que ni le cuento.
-Me gustaría tocar un poco, le respondió.
Yo creo que la situación nos había superado a todos, y a la profesora, calculo, mucho más. Nosotros, los alumnos, éramos de algún modo actores secundarios de aquello que pasaba. Sin embargo el papel de ellos dos estaba siendo observado por todo el auditorio.
Le dijo: -¡Si querés tocar, tocá! Pero después nos dejas dar la clase en paz, ¿esta bien?.
-¡Si, está bien! respondió él y se incorporó de su asiento.
Comenzó a tocar en ritmo de Blues y a pasearse entre los bancos mientras cantaba, yo creo, una canción propia, que versaba cuestiones sobre la patria de Fidel y el capitalismo Neoyorquino, con alusiones a nuestro país, lógicamente. Pues bien, tocó, cantó y terminó de tocar. Agradeció a la profesora y a nosotros que atónitos mirábamos y ganó la puerta de salida.
La clase fue un murmullo… La profesora se aferró a su gaseosa buscando como salir airosa de esa situación. Miró a los alumnos y soltó:
-¡Bienvenidos a Psicología!.

lunes, 31 de agosto de 2009

Me marcho a mudar!...(la facultad daña… 6)

A Victor…


Llegó el momento de comenzar la mudanza. Como ya expliqué, habíamos conseguido la casa de mi abuela paterna y, hasta que se vendiera, podríamos utilizarla. Eso nos garantizaba tranquilidad por un lado, ya que los gastos serían menores, pero por el otro lado nos mantenía en una incertidumbre que se repetía con cada nuevo posible comprador que visitaba la casa. En fin, había que comenzar la mudanza y a eso nos dedicamos. Recordará el lector, que por esos tiempos manteníamos algunas deudas con el propietario del departamento que dejaríamos, pero a su vez, éste estaría agradecido de que nos fuésemos aunque sin pagarle nada. Así que la mudanza se comenzó a gestar en perfecto silencio, puesto que en una sola camioneta no nos alcanzaría, de manera que deberíamos hacerlo en dos viajes como mínimo, y si se alertaban del abandono del departamento, vendría el propietario a solicitar alguna remuneración, por los meses adeudados, ¿no le parece?. Mientras que si lo hacíamos en perfecto orden y sigilo, nadie se enteraría, entonces daríamos aviso de que el departamento estaba listo y, allí se agotarían todas las posibilidades del dueño de ver si quiera una monedita. Pues bien. Eso hicimos. Llamamos un flete que nos cobraba, bien recuerdo, quince pesos por la hora de trabajo. Por lo tanto y, burbujeando con el agua al cuello, debíamos esperar la camioneta con la totalidad de las cosas, de ese viaje, embaladas y listas abajo, a la espera para ser cargadas sin perder mayor tiempo, puesto que descargarlas en el nuevo departamento también llevaría su tiempo y, señores, había que administrarlo muy bien, la segunda hora, sería un padecimiento.
Cargamos muebles y camas cuchetas, televisor, equipo de música, heladera, lavarropas y tantas otras cosas, que sabíamos que serían vitales en la nueva morada. Las cosas que discriminamos coincidían con las que ya había en la casa de mi abuela, porque, en parte, estaba amoblada. Dejamos una mesa con sus respectivas sillas, un ventilador, algunas frazadas, mesa de televisor, una mesa de estudio y algunas otras cosas, entre las cuales se incluía la bicicleta, de un amigo de Ema, Víctor, que la había adquirido en malos términos, según suponíamos por la ausencia de dueños y de papeles de compra. Una bicicleta nuevita, marca GT, que para quien conozca es de lo mejor que hay. Se había tomado el trabajo de encintar el cuadro completo, con una cinta de hilo color negra, lo que sentenciaba que esa bicicleta era mal habida, es decir, que había costado un susto y una corrida. Pero que de todos modos no tenía en el hogar más de dos días.
Bueno, nosotros continuamos con el orden del nuevo departamento. Elegir que pieza quería cada uno, administrar los lugares donde irían nuestros muebles y demás…
El departamento era grande, muy grande. Tenía diez metros de frente que daban a calle 7, calle principal de la ciudad de La Plata. Totalmente vidriado, eran cinco ventanales, de los cuales tres pertenecían a la zona del living, y los otros dos, a la pieza que más tarde utilizaría Ema. Esos cinco ventanales daban a un balcón que se extendía de un extremo al otro. Era un lujo. A los pocos días iríamos a buscar lo que restaba. Visitábamos a diario el antiguo dpto. para observar que todo estuviera en orden. Una tarde al ir a visitar el departamento nos avisaron que había andado el dueño por allí y que había preguntado por nosotros. Ni lerdos ni perezosos nos pusimos en campaña de apurar el traspaso de lo que quedaba adentro. Nos dispusimos a hacerlo, pero al volver la tarde siguiente, nuestra llave ya no coincidía con la que necesitaba la cerradura. Mis queridos todos: ¡¡¡Habíamos perdido todo lo que allí quedaba!!!. Pues, quién se iba a animar a decirle al hombre que nos devolviera la mesa?… o las sillas o lo que fuese. Nadie, o, al menos, ninguno de nosotros. Sin embargo Víctor (amigo de Ema) hizo algún intento infructuoso para conseguir dar con algunos elementos. Y digo infructuoso porque quería atarse con una soga, desde el departamento que nos continuaba en pisos hacia arriba, pero que a su vez estaba enfrentado, ¿Me explico?. Este otro departamento estaba exactamente arriba del que lindaba con el nuestro. De manera que resultaba incómodo aventurarse, por la disposición en diagonal de ambos departamentos. Debía largarse por la ventana, hacer algunos pasos hacia el costado al tiempo que descendía, rezando porque esa soga resistiera y no lo dejara caer en el playón de estacionamiento. No estaba muy fácil la cosa. Por eso mismo desistió.
El duelo de las cosas perdidas lo elaboramos rápidamente, después de todo, algo había que perder… Sin embargo nos resultaba necesaria una mesa más para poder estudiar, puesto que la de mi abuela era chica y a Ema, además, le gustaba estudiar sólo en su pieza. Eso se solucionó rápido porque mi novia tenia una en su casa a la que no le daba uso, entonces nos la ofreció de buena gana. Sólo restaba traerla.
La mesa era pequeña, de manera que pedir un flete sólo por eso nos parecía demasiado, pero a su vez, tampoco teníamos conocidos como para poder pedir algún móvil en que traerla. De manera que la suerte estaba echada, había que agenciárselas para traerla. Entonces me pareció que había una manera y decidí ponerla a prueba…
La cosa era bien sencilla. La mesa media aproximadamente un metro veinte de largo por noventa centímetros de ancho. No más que eso, pero tampoco mucho menos. Me fui hasta lo de Meli en una bicicleta tipo playera de color celeste. Al llegar al lugar, que desde ya le advierto que era en calle 61, entre 5 y 6 y nuestro departamento quedaba en 7, entre 37 y 38. Es decir que había unas 26 cuadras aproximadamente. Una vez que tuve la mesa en la vereda comencé a pensar como haría para llevarla tantas cuadras en la bicicleta. Era domingo y no andaba un cristiano por la calle, eso me daba la tranquilidad de que el papelón no sería muy visto. La acomodé de mil maneras distintas, la apoyaba patas para arriba sobre el asiento y el manubrio, de manera de poder llevar la bici caminando, pero la ausencia de manubrio (tapado por la mesa) me dificultaba el rumbo recto, se me iba a los lados… voltearle patas abajo era muy parecido, ambas cosas desaparecían bajo la tapa. Por allí se me prendió la famosa lamparita, que parecía tener rotos los filamentos, y me dí cuenta de que la podía cargar conmigo y llevarla en andas al tiempo que manejaba. Usted, ya interesado, se preguntará cómo es eso. Sencillo. La mesa iría encima mío como formando un caparazón, es decir, monte la mesa sobre mi espalda de manera que las cuatro patas quedaran salidas hacia adelante. Represéntese que se mete debajo de una mesa y luego se intenta parar sin salir de allí abajo, la mesa quedaría a “cocochito” suyo. Bueno, de esa manera la acomodé encima de mí. De todo esto era testigo Meli que observaba con ojos desorbitados como su novio tendría un destino trágico. Me senté en la bici, con la mesa por caparazón y aferré una mano en cada pata de las que salían por encima de mis hombros, ya que las otras estaban a la altura de las caderas, si es que el lector inteligente logró armar la figura. Y comencé mansamente a pedalear, “sin manos”, por esto que acabo de explicar, hasta que gané confianza a las pocas cuadras. El camino era recto, es decir que no sería preciso doblar, el freno a contrapedal de las bicicletas “playeras”, me permitía disponer de la velocidad sin quitar mis manos de la mesa. Y, bien podrá imaginar que los pocos autos que me veían venir, me cedían el paso, por caridad… De manera que llegué sano y salvo con el caparazón azul encima. Así que… quién me quita lo mudado….

lunes, 20 de abril de 2009

El departamento tomado… (La facultad daña… 8)

El relato que a continuación tendrá, sin dudas, el gusto de leer, bien podría ser una sátira del cuento “La casa tomada” de Julio Cortázar. Sin embargo este relato, al igual que los anteriores, es verídico y, para algunos, repugnante. Para mí, en particular, ya verá que no.
A decir verdad, nunca fuimos muy pulcros en el departamento que habitábamos. Para qué mentir, no limpiábamos nunca. El único que solía mantener el orden todo lo posible era Genaro, mientras que nosotros dos, incluyo a mi hermano Ema, no nos destacábamos en esas áreas.
Que mejor manera de representarle nuestra pobre vida rea, que contándole como nos manejábamos con los utensilios de cocina, por ejemplo. Le cuento: Entre platos, vasos y cubiertos sumábamos un total de veinte juegos aproximadamente. No pretenderá usted que fueran todos iguales, no. Era todo lo contrario, del mismo modelo no habían más de tres por cada, pero como nadie importante iría a comer jamás, no teníamos porque hacer gala de nuestros utensilios. La cosa empezaba cuando había que lavar… a nadie le gustaba tal tarea. Entonces la modalidad era la siguiente: Cuando se almorzaba, se usaban tres vasos, tres platos, tres cuchillos y así con todo. Luego nos encontraba la hora de la cena con una bacha atestada de cubiertos sucios, propio del almuerzo. Como usted ya podrá entrever, nadie se iba a poner a lavar cinco minutos antes de cenar, cuando se acumulaba el cansancio del día. Entonces se volvían a sacar tres vasos, tres platos y así sucesivamente. A la mañana siguiente, con el desayuno, ya la cocina emanaba un vaho desgraciado, así que sólo los valientes se animaban a entrar. Pues bien, si no lavábamos cuando los platos aún no habían fermentado, ¡menos pretenderá usted que lo hagamos ahora! Pero está claro que almorzar había que almorzar, incluso cuando la mesada ya estuviera escondida bajo los escombros playos, huecos, filosos y punzantes, respectivamente. Así que se tomaba cualquier olla que no hubiese sido usada con anterioridad y vuelta a sacar los cubiertos y etcéteras. En algún momento aquello que parecía una cantidad inusable de utensilios, se volvía una carencia absoluta. Entonces el reñidero. Ver quien limpiaba y las discusiones propias de cualquier hermano. A saber: “anteayer los lavé yo”; “Yo lavé los pisos”; “yo limpié el baño”. Eran algunos de los argumentos más usados. Como todo, en algún momento nos dábamos asco de la soportable mugre. Así que nos dedicábamos a la limpieza. Ahora bien, Ema tuvo una tarde la brillante idea de eliminar los platos que sobraban reservando algunos para los posibles cinco o seis comensales que pudieran ser ocasionales de alguna juntada, y los demás fueron envueltos en diario y guardados para siempre. ¡Esto acotaba el círculo de mugre acumulada notablemente! La imposibilidad de apoyar el alimento sobre un plato limpio era más breve, y, por lo tanto, era más breve también el período de acumulación de hedores. Pero no lo he traído hasta acá para contarle una trivialidad como ésta, sino para explicarle porque hablo del departamento tomado…
Nunca fuimos de discriminar a las cucarachas por su condición de asquerosas, por el contrario, las matábamos, pero sin mayor ponzoña. Aunque a algunas las rociábamos con perfume y las prendíamos fuego, al tiempo que las veíamos como se iban caminando como un perfecto Bonzo. Así y todo, compartíamos el departamento aunque no aportaban para el alquiler. La acumulación de alimentos resecos sobre la mesada, hacía que las cucarachas se acercaran al banquete en horarios en que las dejáramos comer en paz, esto es: por la madrugada o, al menos, ya entrada la noche. Así que de vez en cuando nos topábamos con una, que en un intento atlético por cruzar el living de una punta a la otra, en busca de vaya a saber qué, veía su camino truncado producto de un certero pisotón o por el antes comentado perfume y su respectiva cuota de encendedor. La cosa nos alarmó cuando al volver de las vacaciones de verano, no topamos con cientos de huevos de “cuca” dispersados por distintas partes del mobiliario. Sin asombrarnos demasiado por esta novedad, acudimos a la limpieza del mismo. Recuerdo que tomé la escoba del patio y me dispuse a acumularlos para luego pasarlos a mejor vida. Pero había algo que era llamativo… Mientras más barría, más aparecían. Era cosa de Mandinga. Pasaba la escoba por donde se encontraban acumulados algunos y luego seguía por otros lugares, pero al volver la vista atrás, me encontraba con que donde antes había algunos, ahora había más del doble. Me acuerdo que mirábamos para el techo, nos consultábamos ante este misterio que nos invadía, pero no le hallábamos respuesta lógica. Esta situación se repitió durante largo rato, por donde pasaba barriendo extendía la cantidad en lugar de disminuirla. El resultado se nos reveló casi por casualidad cuando decidí sacudir el escobillón golpeándolo contra la pared del patio que lindaba con el vecino. Golpeaba el escobillón y caían familias enteras. Asombrado di vuelta el escobillón y me encontré con el mayor nido de cucarachas que podría haber visto jamás. Al punto que nos quedamos helados. Ya nos invadía una fobia interesante. La decisión fue inmediata, metimos el escobillón junto con los demás huevos que habíamos juntado con la pala y ¡prendimos fuego todo! Sin embargo, si el lector es algo capaz, dará por sentado que tantos huevos auguraban unos días sucesivos de invasión “cucarachil” (usted perdone). Así mismo era el pronóstico que más tarde se cumplió.
Los días sucesivos practicábamos la siguiente estrategia: El lugar donde se almacenaban platos sucios y demás mugres era estratégicamente acomodado para poder dar con el rival del momento. Cerrábamos la cocina y apagábamos las luces mientras nos matábamos el hambre del otro lado. Luego nos poníamos a mirar la tele y momentos más tarde, a sabiendas de que estarían allí engordando, le caíamos por sorpresa, muñidos de una ojota “Havaiana” en cada mano. Prendíamos la luz y revoleábamos ojotazos “a troche y moche”. Así nos cargábamos una decena de cadáveres y volvíamos a la paz del sillón a esperar a que vuelvan a tomar confianza y volver por más manjares y, así, ¡¡¡vuelta a empezar!!! De todos modos, era tanta la cantidad que no dábamos abasto, aunque nos divertíamos lindo. Pero, ellas, sin perder su interés por conservar el territorio, nos despertaban cayendo del techo directo a la cama, caminándonos por el cuerpo (calcule que era verano y uno dormía como podía), así que nos amanecían con un paseo por la cara y o por las patas. ¡Y, por supuesto, que nadie es tan valiente! Si te tocaba la suerte de que un maldito bicho te anduviera encima, era seguro que esa noche la pasarías en vela, porque, insisto, ¡nadie es tan valiente!
La suerte estaba echada. Nos habían tomado el territorio. Soportamos lo que pudimos hasta que recurrimos a las jeringas “Raid” que no dejan títere con cabeza. Pudimos resolver el problema sólo con el correr del tiempo. No es fácil extinguir cucarachas empecinadas en vivir con uno. Otro en nuestro lugar hubiera desistido, pero les hicimos frente. Ya después encontrar una era motivo de diversión en cuanto al final que se le daría. En fin.
La cosa es que a diferencia de Irene y su hermano; mi hermano y yo pudimos recuperar lo que era nuestro.