No he ido al cuete a La plata. Entonces le contaré en resumen de que se trataba estudiar en la facultad de Humanidades. Allí se albergaban varias carreras: Sociología, Filosofía, Historia y, entre otras muchas, Psicología. Hasta allí llegue yo con mi ilusión a cuestas. La facultad distaba muchísimo de aquello que pude imaginar. Le resumo: Un edificio grande, de siete pisos. En cada piso había pasillos con balcones a cada lado, dejando al medio un hueco grande o pulmón de aire mentiroso (porque estaba techado en vidrio), que permitía ver hacia el primer piso donde se alojaban las aulas más importantes: la sala de profesores, secretearía, Alumnos y demás. Hasta allí, vamos bien. Cualquier facultad, más o menos, se parece a eso. Sin embargo había algo que siempre me ha llamado la atención: se encontraba super poblado por partidos políticos que montaban sus búnkers, uniendo un par de bancos, y llenando de papeles, con un color identificativo, para diferenciarse del que le seguía en espacio. Estos también se encontraban alojados, en su mayoría, allí en el primer piso. Algunos nombres recuerdo: Aguanegra, Aule, Franja morada, Unite, Utopía y varias más. Mayoritariamente eran grupos de izquierda formados por quienes ni siquiera sabían de qué se trataba ser de izquierda o de derecha. Ahora bien: manifestación que había, manifestación en la que participaban… (Pepe Cemento los definía así: tienen el mate para el piojo y armonías disonantes, sin embargo la ciudad les pertenece, coparon Buenos Aires en el centro. Juntan putas de colores, putos con olor a terciopelo, tiene una barba larga al pedo y hablan fuerte de Fidel, el guerrillero).
Le recuerdo al lector antes de seguir, que era la época del derrocamiento de De la Rúa y por tanto los paros y manifestaciones estaban al alcance de la calle.
Sacar los bancos a la calle y dictar clases allí en señal de protesta, era cosa de todos los días. Cuando digo de todos los días, debe leerse: “de todos los días”. Un medio día al llegar a la facultad me encontré con que aquello que solían ser bancos y pizarrones y carteles que cruzaban la calle con frases del tipo: “No pasarán!”. Recibían ahora un nuevo integrante: quien cruzaba la calle de lado a lado era una red de voley donde hacían sus prácticas los alumnos de Educación Física. Así como también algún militante aburrido, que había olvidado los motivos del supuesto enojo que ameritaba cortar el paso de los vehículos, y ahora se jugaba un partidito... quién sabe… a 15.
Intentando no almorzarme un pelotazo caminé mirando fijo la pelota, hasta que subí las escaleras y me metí en el edificio. De algún modo extraño sentía que esto maravillaba a los estudiantes.
Pero no he comenzado este capítulo interesado en aburrirlos. Lo que contaré a continuación a mí me genero vergüenza ajena, mientras que a usted, quizá, lo haga reír.
Las materias se dictaban en dos modalidades: de forma teórica y de forma práctica. Los prácticos se dictaban en aulas comunes que aunaban a unos cuarenta alumnos con su respectivo profesor y, talvez, su ayudante. Mientras que los teóricos se dictaban en aulas magnas: salones tipo de fiesta o largas canchas de pelota-paleta. De más está decir que sólo había asientos para unos pocos, de manera que quien quisiera sentarse en uno de ellos debía ir no menos de una hora antes. Los demás se sentarían en el piso durante las dos horas que duraba aquella cursada. En épocas de verano el piso se soportaba, pero en el invierno se le entumecía a uno, como imaginará, el trasero. A su vez debía uno pujar por un lugar cercano al pizarrón en la disposición del aula, siendo que ya había perdido las posibilidades de estar cómodo, ¡entonces al menos acerquémonos al profesor!. Los primeros quedarían cerca, sin embargo los que llegaban sobre la hora se acomodarían apoyando la espalda contra la pared del fondo, lo que daba un poco más de comodidad. Yo, llegara a la hora que llegara, me acomodaba en este último lugar para evitarme, entre otras cosas, la posición de loto, que producto de mi escasa elasticidad nunca ha sido mi fuerte. Entonces apoyaba la espalda en la pared del fondo y el cuaderno sobre mis piernas por momento estiradas, por momentos recogidas según fueran llegando los calambres o el sueño de cada pierna. El profesor, dictaba su clase a capella. ¿Micrófono? Vamos, ¡no se ponga exigente! ¡A capella! Estar a veinte metros de la cosa hacia que la información llegara, a veces, distorsionada. Lo que generaba distracción y, por ultimo, resignación, que se veía reflejada en el incremento de charlas con el de al lado o de gente que se retiraba mansamente…
Un día se cursaba el teórico de Psicología genética. Era a las 20 horas. Ese día había agarrado lugar, estaba sentado junto a dos grandes amigos. Mauri a la derecha, yo al medio y Marcelito a la izquierda. Era común ver llegar chicos con cosas que no pertenecían al ámbito facultativo. Por ejemplo: chicas con palos de Jockey, que vendrían de entrenar, chicos con guitarras, en fin… era común ver esto. Así que estando allí sentados, vimos que pegado a Marcelo se sentó un chico, de unos veintilargos años que traía en su hombro una guitarra enfundada. Mientras esperábamos que la clase comenzara, todos charlábamos de cualquier cosa o nos hacíamos consultas o qué sé yo. Sin embargo, este muchachito mataba su rato tocando la guitarra despaciosamente y afinándola. Guitarra tipo electro-acústica que sonaba muy bien. O, mejor dicho, que hacia sonar muy bien. Y no debía ser barata, sino todo lo contrario. Eso nos llamaba la atención en parte, no era muy común que aquello ocurriese. Máxime porque no nos conocíamos todos con todos y había cierto recelo, si se quiere, como para ponerse a hacer algo de eso. Bueno, al cabo de unos minutos la clase comenzó.
La profesora explicaba en aquel entonces una parte de la teoría de Piaget a cerca de la “conservación de la sustancia”. Ya nomás cuando la profesora había comenzado a hablar, este muchachito, cercano a nosotros, improviso un punteo rápido pero intenso que hizo voltear todas las miradas hacia el plano donde se ubicaba y, que indefectiblemente, nos comprometía espacio-temporalmente. La profesora lo miró, como todos, en perfecto silencio y, entonces, su guitarra calló majestuosamente. Se largo a hablar de nuevo y, vuelta este muchacho, ya con mayor intensidad, a soltar una zapada fenomenal que nos sumía en una vergüenza ajena, pero generalizada. La licenciada volvió a hacer silencio y le pidió que dejara de hacerlo, que entorpecía el normal curso del dictado de clases. El chico asintió con la cabeza y volvió a callar su guitarra. Ya más turbada por la situación, retomó lo que estaba explicando. No dejó que pasaran 5 minutos, es decir, nos hizo creer que no deberíamos volver a pasar por aquella situación incómoda, para volverse esta vez con un punteo escandaloso, tipo Blues, que colmaría la paciencia hasta de Mahatma Gandhi. La profesora le pregunto qué quería lograr o hacer, y si se podía retirar. Este muchacho sin un dejo, siquiera, de vergüenza explicó textual:
-Es que nunca tuve tanto público.
-¿Qué querés hacer? Respondió ella, con una cara que ni le cuento.
-Me gustaría tocar un poco, le respondió.
Yo creo que la situación nos había superado a todos, y a la profesora, calculo, mucho más. Nosotros, los alumnos, éramos de algún modo actores secundarios de aquello que pasaba. Sin embargo el papel de ellos dos estaba siendo observado por todo el auditorio.
Le dijo: -¡Si querés tocar, tocá! Pero después nos dejas dar la clase en paz, ¿esta bien?.
-¡Si, está bien! respondió él y se incorporó de su asiento.
Comenzó a tocar en ritmo de Blues y a pasearse entre los bancos mientras cantaba, yo creo, una canción propia, que versaba cuestiones sobre la patria de Fidel y el capitalismo Neoyorquino, con alusiones a nuestro país, lógicamente. Pues bien, tocó, cantó y terminó de tocar. Agradeció a la profesora y a nosotros que atónitos mirábamos y ganó la puerta de salida.
La clase fue un murmullo… La profesora se aferró a su gaseosa buscando como salir airosa de esa situación. Miró a los alumnos y soltó:
-¡Bienvenidos a Psicología!.