El relato que a continuación tendrá, sin dudas, el gusto de leer, bien podría ser una sátira del cuento “La casa tomada” de Julio Cortázar. Sin embargo este relato, al igual que los anteriores, es verídico y, para algunos, repugnante. Para mí, en particular, ya verá que no.
A decir verdad, nunca fuimos muy pulcros en el departamento que habitábamos. Para qué mentir, no limpiábamos nunca. El único que solía mantener el orden todo lo posible era Genaro, mientras que nosotros dos, incluyo a mi hermano Ema, no nos destacábamos en esas áreas.
Que mejor manera de representarle nuestra pobre vida rea, que contándole como nos manejábamos con los utensilios de cocina, por ejemplo. Le cuento: Entre platos, vasos y cubiertos sumábamos un total de veinte juegos aproximadamente. No pretenderá usted que fueran todos iguales, no. Era todo lo contrario, del mismo modelo no habían más de tres por cada, pero como nadie importante iría a comer jamás, no teníamos porque hacer gala de nuestros utensilios. La cosa empezaba cuando había que lavar… a nadie le gustaba tal tarea. Entonces la modalidad era la siguiente: Cuando se almorzaba, se usaban tres vasos, tres platos, tres cuchillos y así con todo. Luego nos encontraba la hora de la cena con una bacha atestada de cubiertos sucios, propio del almuerzo. Como usted ya podrá entrever, nadie se iba a poner a lavar cinco minutos antes de cenar, cuando se acumulaba el cansancio del día. Entonces se volvían a sacar tres vasos, tres platos y así sucesivamente. A la mañana siguiente, con el desayuno, ya la cocina emanaba un vaho desgraciado, así que sólo los valientes se animaban a entrar. Pues bien, si no lavábamos cuando los platos aún no habían fermentado, ¡menos pretenderá usted que lo hagamos ahora! Pero está claro que almorzar había que almorzar, incluso cuando la mesada ya estuviera escondida bajo los escombros playos, huecos, filosos y punzantes, respectivamente. Así que se tomaba cualquier olla que no hubiese sido usada con anterioridad y vuelta a sacar los cubiertos y etcéteras. En algún momento aquello que parecía una cantidad inusable de utensilios, se volvía una carencia absoluta. Entonces el reñidero. Ver quien limpiaba y las discusiones propias de cualquier hermano. A saber: “anteayer los lavé yo”; “Yo lavé los pisos”; “yo limpié el baño”. Eran algunos de los argumentos más usados. Como todo, en algún momento nos dábamos asco de la soportable mugre. Así que nos dedicábamos a la limpieza. Ahora bien, Ema tuvo una tarde la brillante idea de eliminar los platos que sobraban reservando algunos para los posibles cinco o seis comensales que pudieran ser ocasionales de alguna juntada, y los demás fueron envueltos en diario y guardados para siempre. ¡Esto acotaba el círculo de mugre acumulada notablemente! La imposibilidad de apoyar el alimento sobre un plato limpio era más breve, y, por lo tanto, era más breve también el período de acumulación de hedores. Pero no lo he traído hasta acá para contarle una trivialidad como ésta, sino para explicarle porque hablo del departamento tomado…
Nunca fuimos de discriminar a las cucarachas por su condición de asquerosas, por el contrario, las matábamos, pero sin mayor ponzoña. Aunque a algunas las rociábamos con perfume y las prendíamos fuego, al tiempo que las veíamos como se iban caminando como un perfecto Bonzo. Así y todo, compartíamos el departamento aunque no aportaban para el alquiler. La acumulación de alimentos resecos sobre la mesada, hacía que las cucarachas se acercaran al banquete en horarios en que las dejáramos comer en paz, esto es: por la madrugada o, al menos, ya entrada la noche. Así que de vez en cuando nos topábamos con una, que en un intento atlético por cruzar el living de una punta a la otra, en busca de vaya a saber qué, veía su camino truncado producto de un certero pisotón o por el antes comentado perfume y su respectiva cuota de encendedor. La cosa nos alarmó cuando al volver de las vacaciones de verano, no topamos con cientos de huevos de “cuca” dispersados por distintas partes del mobiliario. Sin asombrarnos demasiado por esta novedad, acudimos a la limpieza del mismo. Recuerdo que tomé la escoba del patio y me dispuse a acumularlos para luego pasarlos a mejor vida. Pero había algo que era llamativo… Mientras más barría, más aparecían. Era cosa de Mandinga. Pasaba la escoba por donde se encontraban acumulados algunos y luego seguía por otros lugares, pero al volver la vista atrás, me encontraba con que donde antes había algunos, ahora había más del doble. Me acuerdo que mirábamos para el techo, nos consultábamos ante este misterio que nos invadía, pero no le hallábamos respuesta lógica. Esta situación se repitió durante largo rato, por donde pasaba barriendo extendía la cantidad en lugar de disminuirla. El resultado se nos reveló casi por casualidad cuando decidí sacudir el escobillón golpeándolo contra la pared del patio que lindaba con el vecino. Golpeaba el escobillón y caían familias enteras. Asombrado di vuelta el escobillón y me encontré con el mayor nido de cucarachas que podría haber visto jamás. Al punto que nos quedamos helados. Ya nos invadía una fobia interesante. La decisión fue inmediata, metimos el escobillón junto con los demás huevos que habíamos juntado con la pala y ¡prendimos fuego todo! Sin embargo, si el lector es algo capaz, dará por sentado que tantos huevos auguraban unos días sucesivos de invasión “cucarachil” (usted perdone). Así mismo era el pronóstico que más tarde se cumplió.
Los días sucesivos practicábamos la siguiente estrategia: El lugar donde se almacenaban platos sucios y demás mugres era estratégicamente acomodado para poder dar con el rival del momento. Cerrábamos la cocina y apagábamos las luces mientras nos matábamos el hambre del otro lado. Luego nos poníamos a mirar la tele y momentos más tarde, a sabiendas de que estarían allí engordando, le caíamos por sorpresa, muñidos de una ojota “Havaiana” en cada mano. Prendíamos la luz y revoleábamos ojotazos “a troche y moche”. Así nos cargábamos una decena de cadáveres y volvíamos a la paz del sillón a esperar a que vuelvan a tomar confianza y volver por más manjares y, así, ¡¡¡vuelta a empezar!!! De todos modos, era tanta la cantidad que no dábamos abasto, aunque nos divertíamos lindo. Pero, ellas, sin perder su interés por conservar el territorio, nos despertaban cayendo del techo directo a la cama, caminándonos por el cuerpo (calcule que era verano y uno dormía como podía), así que nos amanecían con un paseo por la cara y o por las patas. ¡Y, por supuesto, que nadie es tan valiente! Si te tocaba la suerte de que un maldito bicho te anduviera encima, era seguro que esa noche la pasarías en vela, porque, insisto, ¡nadie es tan valiente!
La suerte estaba echada. Nos habían tomado el territorio. Soportamos lo que pudimos hasta que recurrimos a las jeringas “Raid” que no dejan títere con cabeza. Pudimos resolver el problema sólo con el correr del tiempo. No es fácil extinguir cucarachas empecinadas en vivir con uno. Otro en nuestro lugar hubiera desistido, pero les hicimos frente. Ya después encontrar una era motivo de diversión en cuanto al final que se le daría. En fin.
La cosa es que a diferencia de Irene y su hermano; mi hermano y yo pudimos recuperar lo que era nuestro.