Si me hubiesen preguntado, al momento preciso de abrir el blog, si pensaba en que algún día fuese libro, hubiese dicho, sin dudarlo, que es como tirarle piedras a la luna. No me tenía tanta confianza. No porque no crea que se puede, de hecho siempre creí que se podría, sino porque me parecía augurar un futuro demasiado venturoso. Y ya que hemos llegado hasta ésta instancia contándole las vivencias de estudiante, voy a contarle ahora, querido lector, las vivencias de pseudoescritor y los pensamientos lógicos de quienes me rodeaban. En su mayoría, familiares y amigos, compartían la idea de que le diera para adelante, el futuro estaba por llegar y la intención era noble. Mi madre no cuenta demasiado, puesto que siempre tiraba a favor y se emocionaba con cada relato (antes por verdadero que por bien narrado), pero era uno de los mayores empujones para meterle hacia adelante con el proyecto. Luego mis amistades femeninas se emocionaban con cada relato e, incluso, hasta han querido acceder a mis cartas de amores idos, en los que expresaba (hasta el tedio) sentimientos del modo más científico y ejemplificador posible, para poder acceder a los motivos por los que la susodicha debía quedarse conmigo. Evidentemente nada de ello fue favorecedor, todas han preferido prescindir de mis servicios. Pero no viene ahora al caso. Ellas, mis amigas, festejaban cada palabra con alardes ampulosos, sonrisas anchas y hasta algún lagrimón. Mis amigos cogoteaban desde afuera y de vez en cuando se asomaban a leer y me recomendaban algún cambio o me festejaban los aciertos, pero han sido siempre, más arbitrarios en sus percepciones (quizá sea ésta una condición masculina, aunque perjudicial siempre). Sin embargo en reuniones familiares, donde volvíamos a juntarnos los actores principales de dicho libro, volvíamos a encontrarnos con las más variadas formas de humor, pasando (inevitablemente y a Dios gracias), por el sarcasmo característico de Ema. En tiempos de preparación Fede ha oficiado siempre de corrector y acomodador, mientras que Api era, sin dudas, primero en leer y, también siempre, en festejar. Luego mi madre, mi padre, mi hermana y finalmente las amistades, los conocidos y (los nunca bien ponderados) espontáneos.
En las reuniones familiares, previas a la edición del libro, era común que comenzaran a preguntarme sobre cómo iba el proyecto, qué esperanzas tenía y hasta cómo pensaba difundirlo. A todo respondía con la mayor cautela y sin ofrecerles certezas absolutas, ya que era una aventura y, como tal, no puede saberse a ciencia cierta si el resultado será el mejor. Una noche, que cenábamos en casa de Ema tuve su primera percepción. Me consultó: ¿Tenés pensado seguir escribiendo, después de éste libro?. –Claro -contesté sin dudarlo- Me encantaría. –Bueno, porque de ser así, ya tengo el título de tu siguiente libro, puesto que el anterior me lo robaste a mi!. Era cierto, La Facultad DAÑA salió de su boca, no había dudas. – Y a ver, ¿cómo sería el nombre?. Pregunté entre sonrisas. –Mirá, para mí, un lindo título sería: “¡Para qué escribí el libro anterior!”. Luego me ofreció el nombre de un tercero y, si quería, hasta un cuarto. Para el tercero me dijo: éste es un nombre más escueto, ponele: “Insisto”.
Sin dudas el humor irónico que lo caracteriza ha sido sustento de varias risas. Una vuelta y, ya con esto lo voy dejando tranquilo, me contó una amiga en común, que trabajaba con él en el hospital que había leído mis textos en éste mismo blog y que entonces le había ido a contar, entre risas, los sucesos que se iba enterando y que se divertía mucho. Ema la desorientó con un: -No tengo idea de lo que me hablas. Y era cierto, puesto que para aquel entonces sólo había seis capítulos y, aunque ya todos estaban al tanto, él no era un asiduo consumidor de internet y no había entrado nunca al blog, aún cuando Eli le hubiese insistido. Así que Ema le pidió, a nuestra amiga en común, que le descargara los textos en hoja papel y de ese modo los leería. Pues bien, así fue. Al día siguiente tenía Ema en su consultorio los textos impresos y listos para ser leídos. No tardó en leerlos, eso es cierto. Máxime porque nuestra amiga, que se mostraba muy contenta y luego fué fiel seguidora del blog, le planteó que debía tenerle una respuesta sobre lo que había leído para el día siguiente. Nunca me enteré qué fué lo que le dijo a ella. Si estaba conforme o no, si le parecía mucho o poco. Pero para mí que le había gustado. Lo único que sé es que luego de que ella me contara lo que había pasado con Ema y después de que me explicara que él ya debería tener una respuesta a cerca de lo que venía leyendo me lo encontré y no tardé en preguntarle cuál era su percepción de lo leído. Basicamente, qué tenía para decirme sobre lo que allí se contaba, en fin, que se expresara. Hizo un largo silencio característico de esos que anuncian una frase histórica y me largó: “Mirá Fabi… prendelo fuego y olvidate el caso!
NO ESTA TAN MAL!!!
El que nunca perdió el peloton, pero tampoco puso en vilo a los primeros... El que cogoteaba desde el fondo y se perdia lo que pasaba... el que mira por arriba del hombro del que escribe. un ladrón!
martes, 28 de junio de 2011
lunes, 28 de febrero de 2011
Lo que un día fué Blog, ahora es Libro! (No esta tan mal...)
Antes de explicar todo, conviene agradecer infinitamente a los que de alguna u otra forma cooperaron para que este libro saliera a la luz. No ya a mis hermanos que hicieron las veces de inversores, sino más aún a todos aquellos quienes alguna vez se arrimaron siquiera por chusmear y me alentaron a seguir. Sin dudas a los que dejaron algún comentario alentador. Mil gracias a todos!!!
El libro saldrá a la luz a fines de Marzo, pero no llegará a las librerías hasta mediados de Abril. Explico esto porque ya voy a poder venderlo a valor de 40$, siendo que en las librerías probablemente cueste un poco más ya que se debe arreglar el costo a razón de sus ganancias. En cualquier caso separaré los libros que se me pidan y será antes de enviarlos a las librerías, es decir que sólo llegará a las librerías si no se venden antes. Es casi imposible que eso pase, pero lo aviso de todos modos.
Nuevamente mil gracias por todo, es un objetivo cumplido que me alegra inmensamente!
Esta vez sí: no está tan mal!
lunes, 19 de julio de 2010
La Facultad daña…
Así decía mi hermano, hoy ya odontólogo y, no está tan mal…
Irnos a estudiar no fue sencillo, como a todos, nos costaba dejar la ciudad para cruzarnos la provincia de lado a lado y cumplir con nuestras metas en la inmensa ciudad de las diagonales. La situación económica no era buena por esos tiempos, para nadie, de manera que: ¿por qué habría de serlo para nosotros?. No lo era. Vivíamos los cuatro hermanos en un departamento que tenía algunas deudas. Por no alarmar, no las relataré, pero tenía algunas deudas. A los dos más grandes les quedaba poco para recibirse y a los dos más chicos nos quedaba todo para hacerlo. El título quedaba lejos.
Siempre que se llega a algún lugar y no se es conocedor de nada, lo más lógico es consultar o bien, recibir un consejo o explicación de cómo funcionan las cosas en la universidad. Sus parecidos y diferencias con la escuela, por ejemplo. En éste caso, de cada hermano recibimos un consejo, ya que no una explicación. De Fede, el más grande, una frase contundente, sólida, que no permitía dudas: “Estudia para diez y si te va muy mal, te sacas un ocho”. Y del que le sigue en años, Ema, algo escueto pero preciso: “La facultad daña”. Era para reírse y eso hacíamos. El hermano que me continúa en años para arriba (soy el más chico), llegó a los seis meses que ya estaba instalado en aquel departamento con los otros dos.
La economía era sencilla: cada viernes mi padre nos giraba con tremendo esfuerzo veinte pesos, los cuales nos alcanzaban, en aquellos tiempos, para abastecernos estrictamente de fideos y sus correspondientes cajas de puré de tomates, con algunos festejos que correspondían a cajas de hamburguesas (dos) marca “X5” que se distinguían, justamente por ser cinco. Y, lógicamente, por ser las más baratas del mercado. La preciada yerba y, además, el infaltable azúcar y, cuando digo infaltable debe entenderse INFALTABLE, puesto que su ausencia nos dejaba los últimos días, de alacena vacía, sin siquiera glucosa en sangre.
Solíamos desafiarnos, una vez dentro del súper, a encontrar el precio más bajo y, no estábamos en un Carrefour, alejados siempre de la ciudad, por esta última condición.
Entonces volvíamos con la, o las, bolsas al departamento y allí nos dábamos cuenta de que nos habíamos olvidado algo, pero, lo lamento, ya era tarde. Los veinte pesos no se estiran tanto como para ir dos veces a un supermercado.
Eso no sería tanto, el baile comenzaba cuando el giro no entraba. ¿Cómo es esto?, Sencillo. No había cajeros automáticos, la cosa era más manual. Si la plata había sido depositada después de las diez de la mañana el que llegara era una mera cuestión de azar. Azar. Entonces, cuando no llegaba, había que esperar al lunes. Ni hablar que ese fin de semana nos abrazábamos al mate, porque las alacenas estaban peladas. ¿Me oyó?… Peladas. Pero aunque el giro llegara, nunca alcanzaba hasta la otra semana. Pongamos que para el miércoles a la noche o jueves a la tarde ya se había acabado, entonces vuelta al mate hasta esperar, pasadas las dos de la tarde, que el giro estuviera esperándonos en el banco de 7 y 48. Claro que si no estaba allí donde lo pretendíamos había que sortear el sábado, domingo y lunes hasta el medio día de la mejor manera. ¿Cuál era ella? El mate y con azúcar… como para no desmayarnos, ¿vio?…
La luz y el gas se pagaban sólo cuando ya no estaban. Esto es: nos cortaban, pedíamos al vecino (mayormente sucedía esto, no siempre), el teléfono y llamábamos a mi viejo para que nos girara el importe que hacía falta. Si era grande el esfuerzo de los veinte, el del impuesto ni le digo. Pero era seguro que tardaría en llegar, por lo menos un día, más otro en reconectar… Esos dos días (mínimo, siempre), se vivía sin esos privilegios… Con la luz nos manejábamos; Si se acercaba el verano la claridad nos aguantaba hasta las ocho, pero si era invierno, a eso de las seis, se prendían las primeras velas que nos acompañaban de la mano a la habitación que fuéramos. El tema se complicaba con el gas, puesto que si era invierno, el frío propio de la estación no se podía camuflar y ni le cuento meter el cuerpo abajo del agua fría… se la regalo. Si había fideos… del paquete no se los come nadie, no hay manera de mentirlos. De manera que ese era otro factor (más ocasional), para no llenar la panza.
Entonces había que irse a dormir para hacer el día más corto. Esto ¡cuántas veces fue así! Varias. Irnos a dormir para olvidar el hambre… porque no había más remedio y, mendigar… ¡no habíamos sido criados para eso!.
Irnos a estudiar no fue sencillo, como a todos, nos costaba dejar la ciudad para cruzarnos la provincia de lado a lado y cumplir con nuestras metas en la inmensa ciudad de las diagonales. La situación económica no era buena por esos tiempos, para nadie, de manera que: ¿por qué habría de serlo para nosotros?. No lo era. Vivíamos los cuatro hermanos en un departamento que tenía algunas deudas. Por no alarmar, no las relataré, pero tenía algunas deudas. A los dos más grandes les quedaba poco para recibirse y a los dos más chicos nos quedaba todo para hacerlo. El título quedaba lejos.
Siempre que se llega a algún lugar y no se es conocedor de nada, lo más lógico es consultar o bien, recibir un consejo o explicación de cómo funcionan las cosas en la universidad. Sus parecidos y diferencias con la escuela, por ejemplo. En éste caso, de cada hermano recibimos un consejo, ya que no una explicación. De Fede, el más grande, una frase contundente, sólida, que no permitía dudas: “Estudia para diez y si te va muy mal, te sacas un ocho”. Y del que le sigue en años, Ema, algo escueto pero preciso: “La facultad daña”. Era para reírse y eso hacíamos. El hermano que me continúa en años para arriba (soy el más chico), llegó a los seis meses que ya estaba instalado en aquel departamento con los otros dos.
La economía era sencilla: cada viernes mi padre nos giraba con tremendo esfuerzo veinte pesos, los cuales nos alcanzaban, en aquellos tiempos, para abastecernos estrictamente de fideos y sus correspondientes cajas de puré de tomates, con algunos festejos que correspondían a cajas de hamburguesas (dos) marca “X5” que se distinguían, justamente por ser cinco. Y, lógicamente, por ser las más baratas del mercado. La preciada yerba y, además, el infaltable azúcar y, cuando digo infaltable debe entenderse INFALTABLE, puesto que su ausencia nos dejaba los últimos días, de alacena vacía, sin siquiera glucosa en sangre.
Solíamos desafiarnos, una vez dentro del súper, a encontrar el precio más bajo y, no estábamos en un Carrefour, alejados siempre de la ciudad, por esta última condición.
Entonces volvíamos con la, o las, bolsas al departamento y allí nos dábamos cuenta de que nos habíamos olvidado algo, pero, lo lamento, ya era tarde. Los veinte pesos no se estiran tanto como para ir dos veces a un supermercado.
Eso no sería tanto, el baile comenzaba cuando el giro no entraba. ¿Cómo es esto?, Sencillo. No había cajeros automáticos, la cosa era más manual. Si la plata había sido depositada después de las diez de la mañana el que llegara era una mera cuestión de azar. Azar. Entonces, cuando no llegaba, había que esperar al lunes. Ni hablar que ese fin de semana nos abrazábamos al mate, porque las alacenas estaban peladas. ¿Me oyó?… Peladas. Pero aunque el giro llegara, nunca alcanzaba hasta la otra semana. Pongamos que para el miércoles a la noche o jueves a la tarde ya se había acabado, entonces vuelta al mate hasta esperar, pasadas las dos de la tarde, que el giro estuviera esperándonos en el banco de 7 y 48. Claro que si no estaba allí donde lo pretendíamos había que sortear el sábado, domingo y lunes hasta el medio día de la mejor manera. ¿Cuál era ella? El mate y con azúcar… como para no desmayarnos, ¿vio?…
La luz y el gas se pagaban sólo cuando ya no estaban. Esto es: nos cortaban, pedíamos al vecino (mayormente sucedía esto, no siempre), el teléfono y llamábamos a mi viejo para que nos girara el importe que hacía falta. Si era grande el esfuerzo de los veinte, el del impuesto ni le digo. Pero era seguro que tardaría en llegar, por lo menos un día, más otro en reconectar… Esos dos días (mínimo, siempre), se vivía sin esos privilegios… Con la luz nos manejábamos; Si se acercaba el verano la claridad nos aguantaba hasta las ocho, pero si era invierno, a eso de las seis, se prendían las primeras velas que nos acompañaban de la mano a la habitación que fuéramos. El tema se complicaba con el gas, puesto que si era invierno, el frío propio de la estación no se podía camuflar y ni le cuento meter el cuerpo abajo del agua fría… se la regalo. Si había fideos… del paquete no se los come nadie, no hay manera de mentirlos. De manera que ese era otro factor (más ocasional), para no llenar la panza.
Entonces había que irse a dormir para hacer el día más corto. Esto ¡cuántas veces fue así! Varias. Irnos a dormir para olvidar el hambre… porque no había más remedio y, mendigar… ¡no habíamos sido criados para eso!.
martes, 19 de enero de 2010
Diariooooooooo... (La facultad daña… 2)
A Miguel, igualmente agradecido!
Conseguí trabajo. A dos cuadras del departamento de los hermanos “mal sopeados” estaba la panadería en la que trabajaba un amigo del alma. Grandísima persona con la que me gustaba pasar algunos momentos. Esos momentos solían ser domingos y como él se la pasaba solo, yo iba a hacerle compañía. De paso me ilusionaba con la posible factura que jamás llegaría, porque he ahí un defecto desgraciado de una persona demasiado honesta, no largaba una media luna, el muy “vigilante”. Con el tiempo llegamos a ser compañeros de trabajo y la cosa cambió… ¡¡¡desayunábamos lindo!!!.
En una de esas tardes de domingo, entró un pelado que pidió que le calentaran agua en un termo listo de Taragüí que, por cierto, no aguantan el agua caliente y se pidió dos medialunas de las más económicas, pero se las eligió grandes. Yo me encontraba ajeno a todo aquello, miraba un televisor chiquito en el que se veían las carreras de coches que sólo soportan los “fierreros”. El caso es que como yo no soy de esos, sólo miraba para alejarme un segundo de la situación que me dejaba fuera de foco. Este pelado hablaba de un tal Juan que lo había colgado: - “Pero fijáte vos, de nuevo me volvió a colgar… lo peor es que no me avisa, ahora no me puedo ir a casa porque si no tengo que cerrar el puesto”. Ahí estiré la oreja. Era mi oportunidad. Claro que como soy medio tímido no me anime a saltar en el momento. Esperé que se fuera y consulté a Mauri (amigo): -¿Que le paso a éste?. –Lo colgó el pibe que tiene de empleado. Me quedé callado pero pensando, podría ser… Quizá él se dio cuenta porque me dijo: preguntále si no podes trabajarle vos el puesto, al menos los fines de semana que necesita a alguien. Así que eso hice, fui y le pregunté. Se hizo el gerente de Microsoft, me largo algunas preguntas a modo de entrevista. A todo contesté como suponía que me iba a convenir y el puesto ya era mío (en los dos casos).
La jornada en el puesto era desde las 10 hasta las 20 hs. Cobraba por aquellas 10 horas, agarrase de la silla, lo que sigue es funesto, 8 (ocho… Ocho…¡¡¡OCHO!!!) pesos, que sabíamos administrar durante la semana. ¡Pero guarda!, que como el trabajo era sábado y domingo, sumaban 16 y la cosa cambiaba… ¡¡¡Apa!!!. Trabajar en un puesto parece sencillo y, lo es. El verano era agradable. El puesto daba hacia la plaza de mayor renombre de la ciudad de las diagonales, desfilaba gente todo el tiempo. Entonces sentarse al borde del puesto de la mano de un verde bien cebado tenia su gusto. Además, como me gustaba leer, me paseaba por todas las revistas. ¡La que más disfrutaba era, sin duda, la Patoruzú o Patoruzito!. Pero había de todo. En los momentos de frivolidad, en los que no quería pensar agarraba una Paparazzi y miraba siluetas (más elegante imposible!). Por allá me preguntaba como habría salido algún equipo y recurría al Olé. Esto no era muy seguido. Sólo los abría para ver si aparecía algo del maestro “loco” Bielsa. Pasaba por la revista de psicología que como era cada quince días solo me servia un solo día y los demás ya no tenía sentido. Así que lo que más leía eran los diarios, en los que encontraba novedades y con distintas ópticas. Pero bueno, vuelvo. En verano se hacía divertido y el tiempo pasaba rápido. Pero el invierno… Ahh el invierno… Me encintaba la quijada al hueso frontal para evitar que perdiera alguna pieza dentaria en un tiritar violento… Los pies entumecidos del frío irremediablemente se la pasaban húmedos, y digo irremediablemente porque llegue a ponerle dos pares de medias para amainar, pero no había caso. Y si el lector es hábil, dará por sentado que quien paga ocho pesos las diez horas de ninguna manera tiene pensado poner una estufita. Le defino el puesto: una lata grande tipo arco de fútbol, que tenía unas tarimas en las que se colocaban las revistas, que eran sostenidas por una suerte de “tejos” de loza, pesados como amigo borracho. Tenía una puertita sobre el margen derecho de cara al puesto por donde se entraba a un pasillito detrás de las estanterías que se hallaban desde el techo hacia las gradas del puesto, y a su vez tenia una ventanita por donde uno atendía cuando tenia frió o no quería moverse. Sino comúnmente me sentaba en la puerta o me mantenía parado, y de ahí atendía, es decir, en la veredita nomás.
Esos dieciséis pesos iban a parar a una repisa que había en el comedor y estaban a disposición de cualquiera de los cuatro hermanos que lo necesitaran. Claro que solían usarse para parar la olla. Ya les contaré como nos divertíamos con Fede y Api en “Casa Tía” buscando los precios más baratos. Ahh, un detalle en el que caigo ahora…. Ema jamás hizo las compras, ¡¡¡no era lo suyo!!!. La cosa es que los hacíamos rendir lo máximo que pudiéramos. Comprábamos mucha muzzarela ya que mi madre nos mandaba harina en bolsa y con eso amenizábamos las cenas. Los almuerzos seguían consistiendo esencialmente en mate azucarado… Y después si alguien necesitaba fotocopias, se retiraba de lo que se llamaba “fondo común” que, por cierto, era “descomunal”.
Vuelvo al puesto. Una tarde de domingo feo, en el que no andaba un alma en la calle, se me presentó un flaco alto de unos cuarenta y tantos. Me dijo que venia de parte de Miguel (pelado dueño) y que debía darle tres pesos para echarle nafta al auto que se le había quedado a unas cuadras. Fue textual: - Hola flaquito, se me quedo el auto sin nafta acá en la otra cuadra y lo llame a Miguel para que me preste 3 pesos para poder ir a buscar un bidón así le echo un poco. Ahora te los traigo. Me negué rotundamente. Le explique que Miguel me había dicho que plata a nadie, ¡¡¡además profesaba una conducta de roedor que hacía suponer que plata a nadie!!!. El hombre cambiaba su tono de voz al tiempo que yo me negaba, hasta que se me metió en el puesto y me apuro diciéndome que si no se los daba la iba a pasar mal y encima me iban a cagar a pedos. Entonces recapacité y pensé: mi vida no vale 3 pesos (en aquel entonces estaría cotizando 4 con cincuenta, no más que eso). Y se los dí. Y se fue. Yo estaba bastante asustado, esa tarde pensé en todo momento que volvería por toda la plata y eso no me gustaba ni medio… Al llegar al puesto el dueño le expliqué con cara de susto lo que me había pasado, le dije que no me iba a arriesgar a que me diera unos toques por unos pocos pesos, que fue casi como un afano y que había quedado intranquilo. El me oía atentamente, y se compadeció de mí diciendo que estaba bien, que estaba lleno de tipos así en La Plata, me pidió que se lo describiera para saber si realmente lo conocía puesto que sabía su nombre, entonces me dijo que no me preocupara que son cosas que pasan. Luego me pagó 5 pesos y me fui…
Conseguí trabajo. A dos cuadras del departamento de los hermanos “mal sopeados” estaba la panadería en la que trabajaba un amigo del alma. Grandísima persona con la que me gustaba pasar algunos momentos. Esos momentos solían ser domingos y como él se la pasaba solo, yo iba a hacerle compañía. De paso me ilusionaba con la posible factura que jamás llegaría, porque he ahí un defecto desgraciado de una persona demasiado honesta, no largaba una media luna, el muy “vigilante”. Con el tiempo llegamos a ser compañeros de trabajo y la cosa cambió… ¡¡¡desayunábamos lindo!!!.
En una de esas tardes de domingo, entró un pelado que pidió que le calentaran agua en un termo listo de Taragüí que, por cierto, no aguantan el agua caliente y se pidió dos medialunas de las más económicas, pero se las eligió grandes. Yo me encontraba ajeno a todo aquello, miraba un televisor chiquito en el que se veían las carreras de coches que sólo soportan los “fierreros”. El caso es que como yo no soy de esos, sólo miraba para alejarme un segundo de la situación que me dejaba fuera de foco. Este pelado hablaba de un tal Juan que lo había colgado: - “Pero fijáte vos, de nuevo me volvió a colgar… lo peor es que no me avisa, ahora no me puedo ir a casa porque si no tengo que cerrar el puesto”. Ahí estiré la oreja. Era mi oportunidad. Claro que como soy medio tímido no me anime a saltar en el momento. Esperé que se fuera y consulté a Mauri (amigo): -¿Que le paso a éste?. –Lo colgó el pibe que tiene de empleado. Me quedé callado pero pensando, podría ser… Quizá él se dio cuenta porque me dijo: preguntále si no podes trabajarle vos el puesto, al menos los fines de semana que necesita a alguien. Así que eso hice, fui y le pregunté. Se hizo el gerente de Microsoft, me largo algunas preguntas a modo de entrevista. A todo contesté como suponía que me iba a convenir y el puesto ya era mío (en los dos casos).
La jornada en el puesto era desde las 10 hasta las 20 hs. Cobraba por aquellas 10 horas, agarrase de la silla, lo que sigue es funesto, 8 (ocho… Ocho…¡¡¡OCHO!!!) pesos, que sabíamos administrar durante la semana. ¡Pero guarda!, que como el trabajo era sábado y domingo, sumaban 16 y la cosa cambiaba… ¡¡¡Apa!!!. Trabajar en un puesto parece sencillo y, lo es. El verano era agradable. El puesto daba hacia la plaza de mayor renombre de la ciudad de las diagonales, desfilaba gente todo el tiempo. Entonces sentarse al borde del puesto de la mano de un verde bien cebado tenia su gusto. Además, como me gustaba leer, me paseaba por todas las revistas. ¡La que más disfrutaba era, sin duda, la Patoruzú o Patoruzito!. Pero había de todo. En los momentos de frivolidad, en los que no quería pensar agarraba una Paparazzi y miraba siluetas (más elegante imposible!). Por allá me preguntaba como habría salido algún equipo y recurría al Olé. Esto no era muy seguido. Sólo los abría para ver si aparecía algo del maestro “loco” Bielsa. Pasaba por la revista de psicología que como era cada quince días solo me servia un solo día y los demás ya no tenía sentido. Así que lo que más leía eran los diarios, en los que encontraba novedades y con distintas ópticas. Pero bueno, vuelvo. En verano se hacía divertido y el tiempo pasaba rápido. Pero el invierno… Ahh el invierno… Me encintaba la quijada al hueso frontal para evitar que perdiera alguna pieza dentaria en un tiritar violento… Los pies entumecidos del frío irremediablemente se la pasaban húmedos, y digo irremediablemente porque llegue a ponerle dos pares de medias para amainar, pero no había caso. Y si el lector es hábil, dará por sentado que quien paga ocho pesos las diez horas de ninguna manera tiene pensado poner una estufita. Le defino el puesto: una lata grande tipo arco de fútbol, que tenía unas tarimas en las que se colocaban las revistas, que eran sostenidas por una suerte de “tejos” de loza, pesados como amigo borracho. Tenía una puertita sobre el margen derecho de cara al puesto por donde se entraba a un pasillito detrás de las estanterías que se hallaban desde el techo hacia las gradas del puesto, y a su vez tenia una ventanita por donde uno atendía cuando tenia frió o no quería moverse. Sino comúnmente me sentaba en la puerta o me mantenía parado, y de ahí atendía, es decir, en la veredita nomás.
Esos dieciséis pesos iban a parar a una repisa que había en el comedor y estaban a disposición de cualquiera de los cuatro hermanos que lo necesitaran. Claro que solían usarse para parar la olla. Ya les contaré como nos divertíamos con Fede y Api en “Casa Tía” buscando los precios más baratos. Ahh, un detalle en el que caigo ahora…. Ema jamás hizo las compras, ¡¡¡no era lo suyo!!!. La cosa es que los hacíamos rendir lo máximo que pudiéramos. Comprábamos mucha muzzarela ya que mi madre nos mandaba harina en bolsa y con eso amenizábamos las cenas. Los almuerzos seguían consistiendo esencialmente en mate azucarado… Y después si alguien necesitaba fotocopias, se retiraba de lo que se llamaba “fondo común” que, por cierto, era “descomunal”.
Vuelvo al puesto. Una tarde de domingo feo, en el que no andaba un alma en la calle, se me presentó un flaco alto de unos cuarenta y tantos. Me dijo que venia de parte de Miguel (pelado dueño) y que debía darle tres pesos para echarle nafta al auto que se le había quedado a unas cuadras. Fue textual: - Hola flaquito, se me quedo el auto sin nafta acá en la otra cuadra y lo llame a Miguel para que me preste 3 pesos para poder ir a buscar un bidón así le echo un poco. Ahora te los traigo. Me negué rotundamente. Le explique que Miguel me había dicho que plata a nadie, ¡¡¡además profesaba una conducta de roedor que hacía suponer que plata a nadie!!!. El hombre cambiaba su tono de voz al tiempo que yo me negaba, hasta que se me metió en el puesto y me apuro diciéndome que si no se los daba la iba a pasar mal y encima me iban a cagar a pedos. Entonces recapacité y pensé: mi vida no vale 3 pesos (en aquel entonces estaría cotizando 4 con cincuenta, no más que eso). Y se los dí. Y se fue. Yo estaba bastante asustado, esa tarde pensé en todo momento que volvería por toda la plata y eso no me gustaba ni medio… Al llegar al puesto el dueño le expliqué con cara de susto lo que me había pasado, le dije que no me iba a arriesgar a que me diera unos toques por unos pocos pesos, que fue casi como un afano y que había quedado intranquilo. El me oía atentamente, y se compadeció de mí diciendo que estaba bien, que estaba lleno de tipos así en La Plata, me pidió que se lo describiera para saber si realmente lo conocía puesto que sabía su nombre, entonces me dijo que no me preocupara que son cosas que pasan. Luego me pagó 5 pesos y me fui…
jueves, 14 de enero de 2010
Ya se acerca noche buena. Ya se acerca navidad…. (La facultad daña…3)
A Dios…
El tiempo pasó a los empellones, pero pasó. Llegaba el fin de año y nos destinábamos a volver. Mi madre había ido a visitarnos con mi hermana, no recuerdo por qué motivo en particular, la cosa es que sin darnos cuenta se nos complicó la vuelta. Le cuento; el costo del pasaje rondaba los 25 a 29 pesos, de manera que eso multiplicado por seis como sumábamos, daba un resultado que nos permitía vivir casi un total de dos meses, siendo que a veinte pesos por semana, estos ciento cincuenta, alcanzarían para siete… ¡no es posible!. Un tío, más conocido como Guillito, se ofreció a buscarnos… claro que aún no teníamos la certeza de que eso ocurriera y era ya 21 de Diciembre.
Esa semana igual fue festiva, casi siempre se vivía un clima agradable en aquel departamento, la verdad es que jamás nos confundió la mala fortuna. No recuerdo enojos o peleas y eso que soy memorioso, sin embargo podría citarle (lo haré en otro capítulo), la cantidad de veces que nos reímos a decir basta y, le adelanto, uno de los cuatro era de moco ligero y otro se empeñaba en hacerlo reír mientras comía porque la caída de ellos le anulaba el almuerzo o la cena a cualquiera. Teníamos cable (ni pregunte amigo, era robado), y estaba en boga por aquel tiempo “Gran hermano”. Todos pensábamos de qué manera podríamos ganarlo. Pero después le cuento. Nos reíamos mucho con eso, ¡pero mucho!.
La cosa es que la llegada de mi madre y mi hermana nos traía cierta alegría. Y en esa diversión nos fuimos olvidando que debíamos volver porque se acercaba navidad y eso era sagrado, no podía faltar ninguno, porque entonces, a qué festejar…
Bueno, por fin Guillito podría ir a buscar a alguno. Así que eso nos alivió bastante. Pero había por lo menos dos que no entrarían de ningún modo… y aquí entra mi amigo del alma y nunca lo ponderaré como merece: Marcelito Ponce. Es para capítulo aparte. Vivía muy parecido a nosotros, es decir: mal sopeao (como solía decir), con la diferencia de que vivía en el centro de estudiantes de la localidad de Las Flores. Era una casa en la que por habitación había no menos de cuatro personas y en pésimas condiciones. Él un alma bohemia exquisita, una paz interior envidiable. Solía irse a dedo a Las Flores de vez en cuando, la distancia era de doscientos kilómetros solamente. La tarde del 22 de diciembre estábamos tomando mates en la galería de la casa antes citada, que era tipo conventillo antiguo, con galería de chapa y mosaico armando un dibujo rectangular a los bordes y en su centro los baldosones grises a medio salir y hundidos al centro… que en los días de lluvia le daban un aire nostalgioso que era interesante. Entre cimarrón y cimarrón le conté que estaba en duda mi vuelta al pago o la de algunos de los hermanos, que era lo mismo. Y me dijo con aire despreocupado: “andáte a dedo”; “es una pavada”. Me explicó la estrategia y parecía sencilla. Pero claro, debíamos hacer setecientos kilómetros, si en micro se suele tardar nueve horas y en tren unas trece o catorce, a dedo… ¡era pa’ preocuparse!. De todos modos me explicó la estrategia y me animó a hacerlo. Ciertamente estábamos jugados…
La estrategia consistía en lo siguiente: deberíamos tomarnos bien temprano, pero ya con claridad el micro Oeste (rojo) que iba hacia la cárcel de Olmos. Allí debíamos bajarnos en la rotonda de Olmos que era justamente la unión de los que venían de Buenos Aires y los que salían de la plata. Esto posibilitaba agarrar el cardumen de vehículos que tomaban la ruta tres. Al bajarnos allí debíamos mostrar unos carteles que indicaban nuestro lugar de destino, para este caso: Bahía Blanca. “Te levantan en un toque, en serio”, “yo en dos horas estoy allá”, me alentaba.
Al volver al departamento, con esa idea rondándome la cabeza, le comenté a Api lo que me habían dicho… por un buen rato lo analizamos, pero el tiempo y el dinero nos apuraban, puesto que si dejábamos pasar la mañana del 23 ya no tendríamos más chances para el 24, o sería demasiado riesgo, cuanto mucho haríamos noche en alguna estación y seguiríamos desde más cerca… Así que lo definimos ahí mismo y nos pusimos a hacer los carteles, que eran tres: Azul; Tres arroyos; Bahía Blanca. Esa noche, no sé si dormí tranquilo. Tampoco sé como habría dormido él, pero sí sé que me dejaba tranquilo saber que me acompañaría, que se yo…
Al otro día, nos tomamos unos mates bien temprano con mi vieja, agarramos una mochila sola con algún abrigo y partimos. Era una mezcla de expectación por la osadía y de angustia ante lo desconocido. Nos tomamos ese micro de ciudad y llegamos a la rotonda. Había una verdulería que comenzaba a amanecer y a ordenar sus cajones. Serían las nueve de la mañana. Desplegamos el cartel indicador de Azul, pa’ comenzar nomás. No nos levantó nadie hasta entradas las diez y media que paró un muchacho, joven, en una camioneta importada cuatro por cuatro y nos invitó a subir… nos advirtió que iba hacia otro lado pero nos dejaba a dos kilómetros de Monte Grande. Nos miramos con mi hermano y tras el lema “ya estamos jugados” nos subimos. El pibe un fenómeno, la verdad, poder agradecerle, porque además nos aportó un dato interesante que, nosotros inexpertos, desconocíamos. Nos reveló: “no tienen que poner una distancia muy larga, sino más corta, tramos cortos, porque el que los levanta va por ruta tres y le hace la gauchada, pero hay dos posibilidades: si el que subiste es un plomo lo largas donde indicaba el cartel con cualquier argumento, pero si es piola lo llevo hasta donde voy yo. Y todos hacen tramos largos. La ruta tres es la más larga, cruza el país, ¿entienden?”. Lo entendimos perfectamente y lo agradecimos hasta hoy. Nos bajó donde prometió, con la diferencia que esos dos kilómetros nos parecieron seis. Hasta que llegamos de nuevo a la ruta tres. Al llegar, encontramos un almacén, al borde de la ruta, y allí le pedimos que nos diera una lapicera y un cartón o algo así (Ah, lo olvidaba, el viaje lo hicimos con ocho pesos en el bolsillo… y sólo eso. Si no es tenerse fé…), puesto que no invertiríamos en cartulinas o fibrones. Nos dio un marcador y unos almanaques para escribir en su dorso, pusimos allí Las Flores, que estaba a 90 km. Pero tuvimos la suerte de que salía una camioneta de verdura que iba con ese destino, y para cuando salio de aquel almacén nosotros aun seguíamos allí. Fuimos apretados con mi hermano adelante en el asiento de acompañantes y el hombre en el suyo como en película de Sorin. A todo esto serían las dos de la tarde. Llegamos a Las Flores y desplegamos el cartel de Azul, allí estuvimos un rato hasta que nos subió un camionero con su camión destartalado y se ofreció a llevarnos. Nos dejó exactamente en Azul, él era de allí, no es que le hayamos caído mal... Luego estuvimos en una estación grande y nos levantó una camioneta también viejita que iba hacia Benito Juárez. Este nos dejó en una rotonda que linda con los que vuelven de Tandil y alrededores. En ese momento yo me quedé bajo una arcada y mi hermano se fue hacia una estación que quedaba cerca a llamar a mi viejo y a mi vecino para que avisaran que estábamos bien y en Juárez. No estaba tan mal… En el tiempo que estaba solo esperando a que viniera mi hermano, apareció un Chevrolet Corsa color celeste y el conductor me preguntó hacia donde iba, le respondí que a Bahía y me dijo que me llevaba hasta Dorrego, pero le expliqué que mi hermano estaba en la YPF, y me contestó que no podía esperar. Entonces me subí y me fui… que tanto!!!.
No… el lector no me creerá capaz… espero!. El hombre pareció incluso asustarse ante eso de que mi hermano estaba en la estación de servicio y sin decir más, me dijo un cortante: no, no, chau. Y salió urgente.
Ya se acercaba la noche. Eran ya las seis y nos faltaba casi trescientos y pico de kilómetros, la cosa se complicaba. Al llegar mi hermano desplegamos el cartel que indicaba Tres arroyos y nos dispusimos a mostrarlo a todo el que pasase. Al poco tiempo paro una camionetita de carga chica, que transportaba hamburguesas. Nos ofreció llevarnos y mientras poníamos la mochila en la cámara de frió porque adelante no había casi lugar, le comentamos que íbamos en realidad hacia Punta Alta. Entonces nos dijo que eso era una suerte porque él se dirigía a Bahía Blanca y entonces nos llevaría. Eso, quizá no les represente nada, pero para nosotros era haber llegado… No sé si alcanza a sentirlo: era lograr el objetivo. Nos miramos y sonreímos con la alegría de haberlo logrado, descargamos la tensión angustiante de la incertidumbre y la trocamos por la emoción del encuentro con mi padre que esperaba, yo creo… que, cuanto menos, intranquilo. Era un pibe y muy piola, nos atendió de diez. Fuimos conversando todo el camino con una alegría inmensa. En Tres arroyos decidió parar a cargar nafta y alivianar sus necesidades. Cuando quedamos solos a un costado de los surtidores nos dimos cuenta por fin que se había terminado la angustia y nos abrazamos sonriendo. Compramos alimentos y bebida y nos volvimos a subir con el conductor ya adentro.
Finalmente nos dejo en el puente naranja que es donde habíamos coordinado con mi padre, desde la estación de Tres arroyos (no había celulares, lógico. Es decir, no teníamos), para que nos fuera a esperar.
Al llegar, ya estaba mi padre con las balizas puestas al costado de la ruta. Era de noche, nueve y media aproximadamente. Al chico le reconocimos nuestro agradecimiento de diez mil maneras. Creo que debe haber sentido que en verdad nos había ayudado. Y nos saludamos con mi viejo con un abrazo que bien se parecía a un ancla que nos dejara para siempre ahí, por qué no, al resguardo.
Yo no sé si hay Dios, pero alguien nos la hizo fácil o, no tan difícil.
El tiempo pasó a los empellones, pero pasó. Llegaba el fin de año y nos destinábamos a volver. Mi madre había ido a visitarnos con mi hermana, no recuerdo por qué motivo en particular, la cosa es que sin darnos cuenta se nos complicó la vuelta. Le cuento; el costo del pasaje rondaba los 25 a 29 pesos, de manera que eso multiplicado por seis como sumábamos, daba un resultado que nos permitía vivir casi un total de dos meses, siendo que a veinte pesos por semana, estos ciento cincuenta, alcanzarían para siete… ¡no es posible!. Un tío, más conocido como Guillito, se ofreció a buscarnos… claro que aún no teníamos la certeza de que eso ocurriera y era ya 21 de Diciembre.
Esa semana igual fue festiva, casi siempre se vivía un clima agradable en aquel departamento, la verdad es que jamás nos confundió la mala fortuna. No recuerdo enojos o peleas y eso que soy memorioso, sin embargo podría citarle (lo haré en otro capítulo), la cantidad de veces que nos reímos a decir basta y, le adelanto, uno de los cuatro era de moco ligero y otro se empeñaba en hacerlo reír mientras comía porque la caída de ellos le anulaba el almuerzo o la cena a cualquiera. Teníamos cable (ni pregunte amigo, era robado), y estaba en boga por aquel tiempo “Gran hermano”. Todos pensábamos de qué manera podríamos ganarlo. Pero después le cuento. Nos reíamos mucho con eso, ¡pero mucho!.
La cosa es que la llegada de mi madre y mi hermana nos traía cierta alegría. Y en esa diversión nos fuimos olvidando que debíamos volver porque se acercaba navidad y eso era sagrado, no podía faltar ninguno, porque entonces, a qué festejar…
Bueno, por fin Guillito podría ir a buscar a alguno. Así que eso nos alivió bastante. Pero había por lo menos dos que no entrarían de ningún modo… y aquí entra mi amigo del alma y nunca lo ponderaré como merece: Marcelito Ponce. Es para capítulo aparte. Vivía muy parecido a nosotros, es decir: mal sopeao (como solía decir), con la diferencia de que vivía en el centro de estudiantes de la localidad de Las Flores. Era una casa en la que por habitación había no menos de cuatro personas y en pésimas condiciones. Él un alma bohemia exquisita, una paz interior envidiable. Solía irse a dedo a Las Flores de vez en cuando, la distancia era de doscientos kilómetros solamente. La tarde del 22 de diciembre estábamos tomando mates en la galería de la casa antes citada, que era tipo conventillo antiguo, con galería de chapa y mosaico armando un dibujo rectangular a los bordes y en su centro los baldosones grises a medio salir y hundidos al centro… que en los días de lluvia le daban un aire nostalgioso que era interesante. Entre cimarrón y cimarrón le conté que estaba en duda mi vuelta al pago o la de algunos de los hermanos, que era lo mismo. Y me dijo con aire despreocupado: “andáte a dedo”; “es una pavada”. Me explicó la estrategia y parecía sencilla. Pero claro, debíamos hacer setecientos kilómetros, si en micro se suele tardar nueve horas y en tren unas trece o catorce, a dedo… ¡era pa’ preocuparse!. De todos modos me explicó la estrategia y me animó a hacerlo. Ciertamente estábamos jugados…
La estrategia consistía en lo siguiente: deberíamos tomarnos bien temprano, pero ya con claridad el micro Oeste (rojo) que iba hacia la cárcel de Olmos. Allí debíamos bajarnos en la rotonda de Olmos que era justamente la unión de los que venían de Buenos Aires y los que salían de la plata. Esto posibilitaba agarrar el cardumen de vehículos que tomaban la ruta tres. Al bajarnos allí debíamos mostrar unos carteles que indicaban nuestro lugar de destino, para este caso: Bahía Blanca. “Te levantan en un toque, en serio”, “yo en dos horas estoy allá”, me alentaba.
Al volver al departamento, con esa idea rondándome la cabeza, le comenté a Api lo que me habían dicho… por un buen rato lo analizamos, pero el tiempo y el dinero nos apuraban, puesto que si dejábamos pasar la mañana del 23 ya no tendríamos más chances para el 24, o sería demasiado riesgo, cuanto mucho haríamos noche en alguna estación y seguiríamos desde más cerca… Así que lo definimos ahí mismo y nos pusimos a hacer los carteles, que eran tres: Azul; Tres arroyos; Bahía Blanca. Esa noche, no sé si dormí tranquilo. Tampoco sé como habría dormido él, pero sí sé que me dejaba tranquilo saber que me acompañaría, que se yo…
Al otro día, nos tomamos unos mates bien temprano con mi vieja, agarramos una mochila sola con algún abrigo y partimos. Era una mezcla de expectación por la osadía y de angustia ante lo desconocido. Nos tomamos ese micro de ciudad y llegamos a la rotonda. Había una verdulería que comenzaba a amanecer y a ordenar sus cajones. Serían las nueve de la mañana. Desplegamos el cartel indicador de Azul, pa’ comenzar nomás. No nos levantó nadie hasta entradas las diez y media que paró un muchacho, joven, en una camioneta importada cuatro por cuatro y nos invitó a subir… nos advirtió que iba hacia otro lado pero nos dejaba a dos kilómetros de Monte Grande. Nos miramos con mi hermano y tras el lema “ya estamos jugados” nos subimos. El pibe un fenómeno, la verdad, poder agradecerle, porque además nos aportó un dato interesante que, nosotros inexpertos, desconocíamos. Nos reveló: “no tienen que poner una distancia muy larga, sino más corta, tramos cortos, porque el que los levanta va por ruta tres y le hace la gauchada, pero hay dos posibilidades: si el que subiste es un plomo lo largas donde indicaba el cartel con cualquier argumento, pero si es piola lo llevo hasta donde voy yo. Y todos hacen tramos largos. La ruta tres es la más larga, cruza el país, ¿entienden?”. Lo entendimos perfectamente y lo agradecimos hasta hoy. Nos bajó donde prometió, con la diferencia que esos dos kilómetros nos parecieron seis. Hasta que llegamos de nuevo a la ruta tres. Al llegar, encontramos un almacén, al borde de la ruta, y allí le pedimos que nos diera una lapicera y un cartón o algo así (Ah, lo olvidaba, el viaje lo hicimos con ocho pesos en el bolsillo… y sólo eso. Si no es tenerse fé…), puesto que no invertiríamos en cartulinas o fibrones. Nos dio un marcador y unos almanaques para escribir en su dorso, pusimos allí Las Flores, que estaba a 90 km. Pero tuvimos la suerte de que salía una camioneta de verdura que iba con ese destino, y para cuando salio de aquel almacén nosotros aun seguíamos allí. Fuimos apretados con mi hermano adelante en el asiento de acompañantes y el hombre en el suyo como en película de Sorin. A todo esto serían las dos de la tarde. Llegamos a Las Flores y desplegamos el cartel de Azul, allí estuvimos un rato hasta que nos subió un camionero con su camión destartalado y se ofreció a llevarnos. Nos dejó exactamente en Azul, él era de allí, no es que le hayamos caído mal... Luego estuvimos en una estación grande y nos levantó una camioneta también viejita que iba hacia Benito Juárez. Este nos dejó en una rotonda que linda con los que vuelven de Tandil y alrededores. En ese momento yo me quedé bajo una arcada y mi hermano se fue hacia una estación que quedaba cerca a llamar a mi viejo y a mi vecino para que avisaran que estábamos bien y en Juárez. No estaba tan mal… En el tiempo que estaba solo esperando a que viniera mi hermano, apareció un Chevrolet Corsa color celeste y el conductor me preguntó hacia donde iba, le respondí que a Bahía y me dijo que me llevaba hasta Dorrego, pero le expliqué que mi hermano estaba en la YPF, y me contestó que no podía esperar. Entonces me subí y me fui… que tanto!!!.
No… el lector no me creerá capaz… espero!. El hombre pareció incluso asustarse ante eso de que mi hermano estaba en la estación de servicio y sin decir más, me dijo un cortante: no, no, chau. Y salió urgente.
Ya se acercaba la noche. Eran ya las seis y nos faltaba casi trescientos y pico de kilómetros, la cosa se complicaba. Al llegar mi hermano desplegamos el cartel que indicaba Tres arroyos y nos dispusimos a mostrarlo a todo el que pasase. Al poco tiempo paro una camionetita de carga chica, que transportaba hamburguesas. Nos ofreció llevarnos y mientras poníamos la mochila en la cámara de frió porque adelante no había casi lugar, le comentamos que íbamos en realidad hacia Punta Alta. Entonces nos dijo que eso era una suerte porque él se dirigía a Bahía Blanca y entonces nos llevaría. Eso, quizá no les represente nada, pero para nosotros era haber llegado… No sé si alcanza a sentirlo: era lograr el objetivo. Nos miramos y sonreímos con la alegría de haberlo logrado, descargamos la tensión angustiante de la incertidumbre y la trocamos por la emoción del encuentro con mi padre que esperaba, yo creo… que, cuanto menos, intranquilo. Era un pibe y muy piola, nos atendió de diez. Fuimos conversando todo el camino con una alegría inmensa. En Tres arroyos decidió parar a cargar nafta y alivianar sus necesidades. Cuando quedamos solos a un costado de los surtidores nos dimos cuenta por fin que se había terminado la angustia y nos abrazamos sonriendo. Compramos alimentos y bebida y nos volvimos a subir con el conductor ya adentro.
Finalmente nos dejo en el puente naranja que es donde habíamos coordinado con mi padre, desde la estación de Tres arroyos (no había celulares, lógico. Es decir, no teníamos), para que nos fuera a esperar.
Al llegar, ya estaba mi padre con las balizas puestas al costado de la ruta. Era de noche, nueve y media aproximadamente. Al chico le reconocimos nuestro agradecimiento de diez mil maneras. Creo que debe haber sentido que en verdad nos había ayudado. Y nos saludamos con mi viejo con un abrazo que bien se parecía a un ancla que nos dejara para siempre ahí, por qué no, al resguardo.
Yo no sé si hay Dios, pero alguien nos la hizo fácil o, no tan difícil.
martes, 1 de diciembre de 2009
Tema uno, tema dos. Tema uno, tema dos! (La facultad daña 4)
No he ido al cuete a La plata. Entonces le contaré en resumen de que se trataba estudiar en la facultad de Humanidades. Allí se albergaban varias carreras: Sociología, Filosofía, Historia y, entre otras muchas, Psicología. Hasta allí llegue yo con mi ilusión a cuestas. La facultad distaba muchísimo de aquello que pude imaginar. Le resumo: Un edificio grande, de siete pisos. En cada piso había pasillos con balcones a cada lado, dejando al medio un hueco grande o pulmón de aire mentiroso (porque estaba techado en vidrio), que permitía ver hacia el primer piso donde se alojaban las aulas más importantes: la sala de profesores, secretearía, Alumnos y demás. Hasta allí, vamos bien. Cualquier facultad, más o menos, se parece a eso. Sin embargo había algo que siempre me ha llamado la atención: se encontraba super poblado por partidos políticos que montaban sus búnkers, uniendo un par de bancos, y llenando de papeles, con un color identificativo, para diferenciarse del que le seguía en espacio. Estos también se encontraban alojados, en su mayoría, allí en el primer piso. Algunos nombres recuerdo: Aguanegra, Aule, Franja morada, Unite, Utopía y varias más. Mayoritariamente eran grupos de izquierda formados por quienes ni siquiera sabían de qué se trataba ser de izquierda o de derecha. Ahora bien: manifestación que había, manifestación en la que participaban… (Pepe Cemento los definía así: tienen el mate para el piojo y armonías disonantes, sin embargo la ciudad les pertenece, coparon Buenos Aires en el centro. Juntan putas de colores, putos con olor a terciopelo, tiene una barba larga al pedo y hablan fuerte de Fidel, el guerrillero).
Le recuerdo al lector antes de seguir, que era la época del derrocamiento de De la Rúa y por tanto los paros y manifestaciones estaban al alcance de la calle.
Sacar los bancos a la calle y dictar clases allí en señal de protesta, era cosa de todos los días. Cuando digo de todos los días, debe leerse: “de todos los días”. Un medio día al llegar a la facultad me encontré con que aquello que solían ser bancos y pizarrones y carteles que cruzaban la calle con frases del tipo: “No pasarán!”. Recibían ahora un nuevo integrante: quien cruzaba la calle de lado a lado era una red de voley donde hacían sus prácticas los alumnos de Educación Física. Así como también algún militante aburrido, que había olvidado los motivos del supuesto enojo que ameritaba cortar el paso de los vehículos, y ahora se jugaba un partidito... quién sabe… a 15.
Intentando no almorzarme un pelotazo caminé mirando fijo la pelota, hasta que subí las escaleras y me metí en el edificio. De algún modo extraño sentía que esto maravillaba a los estudiantes.
Pero no he comenzado este capítulo interesado en aburrirlos. Lo que contaré a continuación a mí me genero vergüenza ajena, mientras que a usted, quizá, lo haga reír.
Las materias se dictaban en dos modalidades: de forma teórica y de forma práctica. Los prácticos se dictaban en aulas comunes que aunaban a unos cuarenta alumnos con su respectivo profesor y, talvez, su ayudante. Mientras que los teóricos se dictaban en aulas magnas: salones tipo de fiesta o largas canchas de pelota-paleta. De más está decir que sólo había asientos para unos pocos, de manera que quien quisiera sentarse en uno de ellos debía ir no menos de una hora antes. Los demás se sentarían en el piso durante las dos horas que duraba aquella cursada. En épocas de verano el piso se soportaba, pero en el invierno se le entumecía a uno, como imaginará, el trasero. A su vez debía uno pujar por un lugar cercano al pizarrón en la disposición del aula, siendo que ya había perdido las posibilidades de estar cómodo, ¡entonces al menos acerquémonos al profesor!. Los primeros quedarían cerca, sin embargo los que llegaban sobre la hora se acomodarían apoyando la espalda contra la pared del fondo, lo que daba un poco más de comodidad. Yo, llegara a la hora que llegara, me acomodaba en este último lugar para evitarme, entre otras cosas, la posición de loto, que producto de mi escasa elasticidad nunca ha sido mi fuerte. Entonces apoyaba la espalda en la pared del fondo y el cuaderno sobre mis piernas por momento estiradas, por momentos recogidas según fueran llegando los calambres o el sueño de cada pierna. El profesor, dictaba su clase a capella. ¿Micrófono? Vamos, ¡no se ponga exigente! ¡A capella! Estar a veinte metros de la cosa hacia que la información llegara, a veces, distorsionada. Lo que generaba distracción y, por ultimo, resignación, que se veía reflejada en el incremento de charlas con el de al lado o de gente que se retiraba mansamente…
Un día se cursaba el teórico de Psicología genética. Era a las 20 horas. Ese día había agarrado lugar, estaba sentado junto a dos grandes amigos. Mauri a la derecha, yo al medio y Marcelito a la izquierda. Era común ver llegar chicos con cosas que no pertenecían al ámbito facultativo. Por ejemplo: chicas con palos de Jockey, que vendrían de entrenar, chicos con guitarras, en fin… era común ver esto. Así que estando allí sentados, vimos que pegado a Marcelo se sentó un chico, de unos veintilargos años que traía en su hombro una guitarra enfundada. Mientras esperábamos que la clase comenzara, todos charlábamos de cualquier cosa o nos hacíamos consultas o qué sé yo. Sin embargo, este muchachito mataba su rato tocando la guitarra despaciosamente y afinándola. Guitarra tipo electro-acústica que sonaba muy bien. O, mejor dicho, que hacia sonar muy bien. Y no debía ser barata, sino todo lo contrario. Eso nos llamaba la atención en parte, no era muy común que aquello ocurriese. Máxime porque no nos conocíamos todos con todos y había cierto recelo, si se quiere, como para ponerse a hacer algo de eso. Bueno, al cabo de unos minutos la clase comenzó.
La profesora explicaba en aquel entonces una parte de la teoría de Piaget a cerca de la “conservación de la sustancia”. Ya nomás cuando la profesora había comenzado a hablar, este muchachito, cercano a nosotros, improviso un punteo rápido pero intenso que hizo voltear todas las miradas hacia el plano donde se ubicaba y, que indefectiblemente, nos comprometía espacio-temporalmente. La profesora lo miró, como todos, en perfecto silencio y, entonces, su guitarra calló majestuosamente. Se largo a hablar de nuevo y, vuelta este muchacho, ya con mayor intensidad, a soltar una zapada fenomenal que nos sumía en una vergüenza ajena, pero generalizada. La licenciada volvió a hacer silencio y le pidió que dejara de hacerlo, que entorpecía el normal curso del dictado de clases. El chico asintió con la cabeza y volvió a callar su guitarra. Ya más turbada por la situación, retomó lo que estaba explicando. No dejó que pasaran 5 minutos, es decir, nos hizo creer que no deberíamos volver a pasar por aquella situación incómoda, para volverse esta vez con un punteo escandaloso, tipo Blues, que colmaría la paciencia hasta de Mahatma Gandhi. La profesora le pregunto qué quería lograr o hacer, y si se podía retirar. Este muchacho sin un dejo, siquiera, de vergüenza explicó textual:
-Es que nunca tuve tanto público.
-¿Qué querés hacer? Respondió ella, con una cara que ni le cuento.
-Me gustaría tocar un poco, le respondió.
Yo creo que la situación nos había superado a todos, y a la profesora, calculo, mucho más. Nosotros, los alumnos, éramos de algún modo actores secundarios de aquello que pasaba. Sin embargo el papel de ellos dos estaba siendo observado por todo el auditorio.
Le dijo: -¡Si querés tocar, tocá! Pero después nos dejas dar la clase en paz, ¿esta bien?.
-¡Si, está bien! respondió él y se incorporó de su asiento.
Comenzó a tocar en ritmo de Blues y a pasearse entre los bancos mientras cantaba, yo creo, una canción propia, que versaba cuestiones sobre la patria de Fidel y el capitalismo Neoyorquino, con alusiones a nuestro país, lógicamente. Pues bien, tocó, cantó y terminó de tocar. Agradeció a la profesora y a nosotros que atónitos mirábamos y ganó la puerta de salida.
La clase fue un murmullo… La profesora se aferró a su gaseosa buscando como salir airosa de esa situación. Miró a los alumnos y soltó:
-¡Bienvenidos a Psicología!.
Le recuerdo al lector antes de seguir, que era la época del derrocamiento de De la Rúa y por tanto los paros y manifestaciones estaban al alcance de la calle.
Sacar los bancos a la calle y dictar clases allí en señal de protesta, era cosa de todos los días. Cuando digo de todos los días, debe leerse: “de todos los días”. Un medio día al llegar a la facultad me encontré con que aquello que solían ser bancos y pizarrones y carteles que cruzaban la calle con frases del tipo: “No pasarán!”. Recibían ahora un nuevo integrante: quien cruzaba la calle de lado a lado era una red de voley donde hacían sus prácticas los alumnos de Educación Física. Así como también algún militante aburrido, que había olvidado los motivos del supuesto enojo que ameritaba cortar el paso de los vehículos, y ahora se jugaba un partidito... quién sabe… a 15.
Intentando no almorzarme un pelotazo caminé mirando fijo la pelota, hasta que subí las escaleras y me metí en el edificio. De algún modo extraño sentía que esto maravillaba a los estudiantes.
Pero no he comenzado este capítulo interesado en aburrirlos. Lo que contaré a continuación a mí me genero vergüenza ajena, mientras que a usted, quizá, lo haga reír.
Las materias se dictaban en dos modalidades: de forma teórica y de forma práctica. Los prácticos se dictaban en aulas comunes que aunaban a unos cuarenta alumnos con su respectivo profesor y, talvez, su ayudante. Mientras que los teóricos se dictaban en aulas magnas: salones tipo de fiesta o largas canchas de pelota-paleta. De más está decir que sólo había asientos para unos pocos, de manera que quien quisiera sentarse en uno de ellos debía ir no menos de una hora antes. Los demás se sentarían en el piso durante las dos horas que duraba aquella cursada. En épocas de verano el piso se soportaba, pero en el invierno se le entumecía a uno, como imaginará, el trasero. A su vez debía uno pujar por un lugar cercano al pizarrón en la disposición del aula, siendo que ya había perdido las posibilidades de estar cómodo, ¡entonces al menos acerquémonos al profesor!. Los primeros quedarían cerca, sin embargo los que llegaban sobre la hora se acomodarían apoyando la espalda contra la pared del fondo, lo que daba un poco más de comodidad. Yo, llegara a la hora que llegara, me acomodaba en este último lugar para evitarme, entre otras cosas, la posición de loto, que producto de mi escasa elasticidad nunca ha sido mi fuerte. Entonces apoyaba la espalda en la pared del fondo y el cuaderno sobre mis piernas por momento estiradas, por momentos recogidas según fueran llegando los calambres o el sueño de cada pierna. El profesor, dictaba su clase a capella. ¿Micrófono? Vamos, ¡no se ponga exigente! ¡A capella! Estar a veinte metros de la cosa hacia que la información llegara, a veces, distorsionada. Lo que generaba distracción y, por ultimo, resignación, que se veía reflejada en el incremento de charlas con el de al lado o de gente que se retiraba mansamente…
Un día se cursaba el teórico de Psicología genética. Era a las 20 horas. Ese día había agarrado lugar, estaba sentado junto a dos grandes amigos. Mauri a la derecha, yo al medio y Marcelito a la izquierda. Era común ver llegar chicos con cosas que no pertenecían al ámbito facultativo. Por ejemplo: chicas con palos de Jockey, que vendrían de entrenar, chicos con guitarras, en fin… era común ver esto. Así que estando allí sentados, vimos que pegado a Marcelo se sentó un chico, de unos veintilargos años que traía en su hombro una guitarra enfundada. Mientras esperábamos que la clase comenzara, todos charlábamos de cualquier cosa o nos hacíamos consultas o qué sé yo. Sin embargo, este muchachito mataba su rato tocando la guitarra despaciosamente y afinándola. Guitarra tipo electro-acústica que sonaba muy bien. O, mejor dicho, que hacia sonar muy bien. Y no debía ser barata, sino todo lo contrario. Eso nos llamaba la atención en parte, no era muy común que aquello ocurriese. Máxime porque no nos conocíamos todos con todos y había cierto recelo, si se quiere, como para ponerse a hacer algo de eso. Bueno, al cabo de unos minutos la clase comenzó.
La profesora explicaba en aquel entonces una parte de la teoría de Piaget a cerca de la “conservación de la sustancia”. Ya nomás cuando la profesora había comenzado a hablar, este muchachito, cercano a nosotros, improviso un punteo rápido pero intenso que hizo voltear todas las miradas hacia el plano donde se ubicaba y, que indefectiblemente, nos comprometía espacio-temporalmente. La profesora lo miró, como todos, en perfecto silencio y, entonces, su guitarra calló majestuosamente. Se largo a hablar de nuevo y, vuelta este muchacho, ya con mayor intensidad, a soltar una zapada fenomenal que nos sumía en una vergüenza ajena, pero generalizada. La licenciada volvió a hacer silencio y le pidió que dejara de hacerlo, que entorpecía el normal curso del dictado de clases. El chico asintió con la cabeza y volvió a callar su guitarra. Ya más turbada por la situación, retomó lo que estaba explicando. No dejó que pasaran 5 minutos, es decir, nos hizo creer que no deberíamos volver a pasar por aquella situación incómoda, para volverse esta vez con un punteo escandaloso, tipo Blues, que colmaría la paciencia hasta de Mahatma Gandhi. La profesora le pregunto qué quería lograr o hacer, y si se podía retirar. Este muchacho sin un dejo, siquiera, de vergüenza explicó textual:
-Es que nunca tuve tanto público.
-¿Qué querés hacer? Respondió ella, con una cara que ni le cuento.
-Me gustaría tocar un poco, le respondió.
Yo creo que la situación nos había superado a todos, y a la profesora, calculo, mucho más. Nosotros, los alumnos, éramos de algún modo actores secundarios de aquello que pasaba. Sin embargo el papel de ellos dos estaba siendo observado por todo el auditorio.
Le dijo: -¡Si querés tocar, tocá! Pero después nos dejas dar la clase en paz, ¿esta bien?.
-¡Si, está bien! respondió él y se incorporó de su asiento.
Comenzó a tocar en ritmo de Blues y a pasearse entre los bancos mientras cantaba, yo creo, una canción propia, que versaba cuestiones sobre la patria de Fidel y el capitalismo Neoyorquino, con alusiones a nuestro país, lógicamente. Pues bien, tocó, cantó y terminó de tocar. Agradeció a la profesora y a nosotros que atónitos mirábamos y ganó la puerta de salida.
La clase fue un murmullo… La profesora se aferró a su gaseosa buscando como salir airosa de esa situación. Miró a los alumnos y soltó:
-¡Bienvenidos a Psicología!.
lunes, 31 de agosto de 2009
Me marcho a mudar!...(la facultad daña… 6)
A Victor…
Llegó el momento de comenzar la mudanza. Como ya expliqué, habíamos conseguido la casa de mi abuela paterna y, hasta que se vendiera, podríamos utilizarla. Eso nos garantizaba tranquilidad por un lado, ya que los gastos serían menores, pero por el otro lado nos mantenía en una incertidumbre que se repetía con cada nuevo posible comprador que visitaba la casa. En fin, había que comenzar la mudanza y a eso nos dedicamos. Recordará el lector, que por esos tiempos manteníamos algunas deudas con el propietario del departamento que dejaríamos, pero a su vez, éste estaría agradecido de que nos fuésemos aunque sin pagarle nada. Así que la mudanza se comenzó a gestar en perfecto silencio, puesto que en una sola camioneta no nos alcanzaría, de manera que deberíamos hacerlo en dos viajes como mínimo, y si se alertaban del abandono del departamento, vendría el propietario a solicitar alguna remuneración, por los meses adeudados, ¿no le parece?. Mientras que si lo hacíamos en perfecto orden y sigilo, nadie se enteraría, entonces daríamos aviso de que el departamento estaba listo y, allí se agotarían todas las posibilidades del dueño de ver si quiera una monedita. Pues bien. Eso hicimos. Llamamos un flete que nos cobraba, bien recuerdo, quince pesos por la hora de trabajo. Por lo tanto y, burbujeando con el agua al cuello, debíamos esperar la camioneta con la totalidad de las cosas, de ese viaje, embaladas y listas abajo, a la espera para ser cargadas sin perder mayor tiempo, puesto que descargarlas en el nuevo departamento también llevaría su tiempo y, señores, había que administrarlo muy bien, la segunda hora, sería un padecimiento.
Cargamos muebles y camas cuchetas, televisor, equipo de música, heladera, lavarropas y tantas otras cosas, que sabíamos que serían vitales en la nueva morada. Las cosas que discriminamos coincidían con las que ya había en la casa de mi abuela, porque, en parte, estaba amoblada. Dejamos una mesa con sus respectivas sillas, un ventilador, algunas frazadas, mesa de televisor, una mesa de estudio y algunas otras cosas, entre las cuales se incluía la bicicleta, de un amigo de Ema, Víctor, que la había adquirido en malos términos, según suponíamos por la ausencia de dueños y de papeles de compra. Una bicicleta nuevita, marca GT, que para quien conozca es de lo mejor que hay. Se había tomado el trabajo de encintar el cuadro completo, con una cinta de hilo color negra, lo que sentenciaba que esa bicicleta era mal habida, es decir, que había costado un susto y una corrida. Pero que de todos modos no tenía en el hogar más de dos días.
Bueno, nosotros continuamos con el orden del nuevo departamento. Elegir que pieza quería cada uno, administrar los lugares donde irían nuestros muebles y demás…
El departamento era grande, muy grande. Tenía diez metros de frente que daban a calle 7, calle principal de la ciudad de La Plata. Totalmente vidriado, eran cinco ventanales, de los cuales tres pertenecían a la zona del living, y los otros dos, a la pieza que más tarde utilizaría Ema. Esos cinco ventanales daban a un balcón que se extendía de un extremo al otro. Era un lujo. A los pocos días iríamos a buscar lo que restaba. Visitábamos a diario el antiguo dpto. para observar que todo estuviera en orden. Una tarde al ir a visitar el departamento nos avisaron que había andado el dueño por allí y que había preguntado por nosotros. Ni lerdos ni perezosos nos pusimos en campaña de apurar el traspaso de lo que quedaba adentro. Nos dispusimos a hacerlo, pero al volver la tarde siguiente, nuestra llave ya no coincidía con la que necesitaba la cerradura. Mis queridos todos: ¡¡¡Habíamos perdido todo lo que allí quedaba!!!. Pues, quién se iba a animar a decirle al hombre que nos devolviera la mesa?… o las sillas o lo que fuese. Nadie, o, al menos, ninguno de nosotros. Sin embargo Víctor (amigo de Ema) hizo algún intento infructuoso para conseguir dar con algunos elementos. Y digo infructuoso porque quería atarse con una soga, desde el departamento que nos continuaba en pisos hacia arriba, pero que a su vez estaba enfrentado, ¿Me explico?. Este otro departamento estaba exactamente arriba del que lindaba con el nuestro. De manera que resultaba incómodo aventurarse, por la disposición en diagonal de ambos departamentos. Debía largarse por la ventana, hacer algunos pasos hacia el costado al tiempo que descendía, rezando porque esa soga resistiera y no lo dejara caer en el playón de estacionamiento. No estaba muy fácil la cosa. Por eso mismo desistió.
El duelo de las cosas perdidas lo elaboramos rápidamente, después de todo, algo había que perder… Sin embargo nos resultaba necesaria una mesa más para poder estudiar, puesto que la de mi abuela era chica y a Ema, además, le gustaba estudiar sólo en su pieza. Eso se solucionó rápido porque mi novia tenia una en su casa a la que no le daba uso, entonces nos la ofreció de buena gana. Sólo restaba traerla.
La mesa era pequeña, de manera que pedir un flete sólo por eso nos parecía demasiado, pero a su vez, tampoco teníamos conocidos como para poder pedir algún móvil en que traerla. De manera que la suerte estaba echada, había que agenciárselas para traerla. Entonces me pareció que había una manera y decidí ponerla a prueba…
La cosa era bien sencilla. La mesa media aproximadamente un metro veinte de largo por noventa centímetros de ancho. No más que eso, pero tampoco mucho menos. Me fui hasta lo de Meli en una bicicleta tipo playera de color celeste. Al llegar al lugar, que desde ya le advierto que era en calle 61, entre 5 y 6 y nuestro departamento quedaba en 7, entre 37 y 38. Es decir que había unas 26 cuadras aproximadamente. Una vez que tuve la mesa en la vereda comencé a pensar como haría para llevarla tantas cuadras en la bicicleta. Era domingo y no andaba un cristiano por la calle, eso me daba la tranquilidad de que el papelón no sería muy visto. La acomodé de mil maneras distintas, la apoyaba patas para arriba sobre el asiento y el manubrio, de manera de poder llevar la bici caminando, pero la ausencia de manubrio (tapado por la mesa) me dificultaba el rumbo recto, se me iba a los lados… voltearle patas abajo era muy parecido, ambas cosas desaparecían bajo la tapa. Por allí se me prendió la famosa lamparita, que parecía tener rotos los filamentos, y me dí cuenta de que la podía cargar conmigo y llevarla en andas al tiempo que manejaba. Usted, ya interesado, se preguntará cómo es eso. Sencillo. La mesa iría encima mío como formando un caparazón, es decir, monte la mesa sobre mi espalda de manera que las cuatro patas quedaran salidas hacia adelante. Represéntese que se mete debajo de una mesa y luego se intenta parar sin salir de allí abajo, la mesa quedaría a “cocochito” suyo. Bueno, de esa manera la acomodé encima de mí. De todo esto era testigo Meli que observaba con ojos desorbitados como su novio tendría un destino trágico. Me senté en la bici, con la mesa por caparazón y aferré una mano en cada pata de las que salían por encima de mis hombros, ya que las otras estaban a la altura de las caderas, si es que el lector inteligente logró armar la figura. Y comencé mansamente a pedalear, “sin manos”, por esto que acabo de explicar, hasta que gané confianza a las pocas cuadras. El camino era recto, es decir que no sería preciso doblar, el freno a contrapedal de las bicicletas “playeras”, me permitía disponer de la velocidad sin quitar mis manos de la mesa. Y, bien podrá imaginar que los pocos autos que me veían venir, me cedían el paso, por caridad… De manera que llegué sano y salvo con el caparazón azul encima. Así que… quién me quita lo mudado….
Llegó el momento de comenzar la mudanza. Como ya expliqué, habíamos conseguido la casa de mi abuela paterna y, hasta que se vendiera, podríamos utilizarla. Eso nos garantizaba tranquilidad por un lado, ya que los gastos serían menores, pero por el otro lado nos mantenía en una incertidumbre que se repetía con cada nuevo posible comprador que visitaba la casa. En fin, había que comenzar la mudanza y a eso nos dedicamos. Recordará el lector, que por esos tiempos manteníamos algunas deudas con el propietario del departamento que dejaríamos, pero a su vez, éste estaría agradecido de que nos fuésemos aunque sin pagarle nada. Así que la mudanza se comenzó a gestar en perfecto silencio, puesto que en una sola camioneta no nos alcanzaría, de manera que deberíamos hacerlo en dos viajes como mínimo, y si se alertaban del abandono del departamento, vendría el propietario a solicitar alguna remuneración, por los meses adeudados, ¿no le parece?. Mientras que si lo hacíamos en perfecto orden y sigilo, nadie se enteraría, entonces daríamos aviso de que el departamento estaba listo y, allí se agotarían todas las posibilidades del dueño de ver si quiera una monedita. Pues bien. Eso hicimos. Llamamos un flete que nos cobraba, bien recuerdo, quince pesos por la hora de trabajo. Por lo tanto y, burbujeando con el agua al cuello, debíamos esperar la camioneta con la totalidad de las cosas, de ese viaje, embaladas y listas abajo, a la espera para ser cargadas sin perder mayor tiempo, puesto que descargarlas en el nuevo departamento también llevaría su tiempo y, señores, había que administrarlo muy bien, la segunda hora, sería un padecimiento.
Cargamos muebles y camas cuchetas, televisor, equipo de música, heladera, lavarropas y tantas otras cosas, que sabíamos que serían vitales en la nueva morada. Las cosas que discriminamos coincidían con las que ya había en la casa de mi abuela, porque, en parte, estaba amoblada. Dejamos una mesa con sus respectivas sillas, un ventilador, algunas frazadas, mesa de televisor, una mesa de estudio y algunas otras cosas, entre las cuales se incluía la bicicleta, de un amigo de Ema, Víctor, que la había adquirido en malos términos, según suponíamos por la ausencia de dueños y de papeles de compra. Una bicicleta nuevita, marca GT, que para quien conozca es de lo mejor que hay. Se había tomado el trabajo de encintar el cuadro completo, con una cinta de hilo color negra, lo que sentenciaba que esa bicicleta era mal habida, es decir, que había costado un susto y una corrida. Pero que de todos modos no tenía en el hogar más de dos días.
Bueno, nosotros continuamos con el orden del nuevo departamento. Elegir que pieza quería cada uno, administrar los lugares donde irían nuestros muebles y demás…
El departamento era grande, muy grande. Tenía diez metros de frente que daban a calle 7, calle principal de la ciudad de La Plata. Totalmente vidriado, eran cinco ventanales, de los cuales tres pertenecían a la zona del living, y los otros dos, a la pieza que más tarde utilizaría Ema. Esos cinco ventanales daban a un balcón que se extendía de un extremo al otro. Era un lujo. A los pocos días iríamos a buscar lo que restaba. Visitábamos a diario el antiguo dpto. para observar que todo estuviera en orden. Una tarde al ir a visitar el departamento nos avisaron que había andado el dueño por allí y que había preguntado por nosotros. Ni lerdos ni perezosos nos pusimos en campaña de apurar el traspaso de lo que quedaba adentro. Nos dispusimos a hacerlo, pero al volver la tarde siguiente, nuestra llave ya no coincidía con la que necesitaba la cerradura. Mis queridos todos: ¡¡¡Habíamos perdido todo lo que allí quedaba!!!. Pues, quién se iba a animar a decirle al hombre que nos devolviera la mesa?… o las sillas o lo que fuese. Nadie, o, al menos, ninguno de nosotros. Sin embargo Víctor (amigo de Ema) hizo algún intento infructuoso para conseguir dar con algunos elementos. Y digo infructuoso porque quería atarse con una soga, desde el departamento que nos continuaba en pisos hacia arriba, pero que a su vez estaba enfrentado, ¿Me explico?. Este otro departamento estaba exactamente arriba del que lindaba con el nuestro. De manera que resultaba incómodo aventurarse, por la disposición en diagonal de ambos departamentos. Debía largarse por la ventana, hacer algunos pasos hacia el costado al tiempo que descendía, rezando porque esa soga resistiera y no lo dejara caer en el playón de estacionamiento. No estaba muy fácil la cosa. Por eso mismo desistió.
El duelo de las cosas perdidas lo elaboramos rápidamente, después de todo, algo había que perder… Sin embargo nos resultaba necesaria una mesa más para poder estudiar, puesto que la de mi abuela era chica y a Ema, además, le gustaba estudiar sólo en su pieza. Eso se solucionó rápido porque mi novia tenia una en su casa a la que no le daba uso, entonces nos la ofreció de buena gana. Sólo restaba traerla.
La mesa era pequeña, de manera que pedir un flete sólo por eso nos parecía demasiado, pero a su vez, tampoco teníamos conocidos como para poder pedir algún móvil en que traerla. De manera que la suerte estaba echada, había que agenciárselas para traerla. Entonces me pareció que había una manera y decidí ponerla a prueba…
La cosa era bien sencilla. La mesa media aproximadamente un metro veinte de largo por noventa centímetros de ancho. No más que eso, pero tampoco mucho menos. Me fui hasta lo de Meli en una bicicleta tipo playera de color celeste. Al llegar al lugar, que desde ya le advierto que era en calle 61, entre 5 y 6 y nuestro departamento quedaba en 7, entre 37 y 38. Es decir que había unas 26 cuadras aproximadamente. Una vez que tuve la mesa en la vereda comencé a pensar como haría para llevarla tantas cuadras en la bicicleta. Era domingo y no andaba un cristiano por la calle, eso me daba la tranquilidad de que el papelón no sería muy visto. La acomodé de mil maneras distintas, la apoyaba patas para arriba sobre el asiento y el manubrio, de manera de poder llevar la bici caminando, pero la ausencia de manubrio (tapado por la mesa) me dificultaba el rumbo recto, se me iba a los lados… voltearle patas abajo era muy parecido, ambas cosas desaparecían bajo la tapa. Por allí se me prendió la famosa lamparita, que parecía tener rotos los filamentos, y me dí cuenta de que la podía cargar conmigo y llevarla en andas al tiempo que manejaba. Usted, ya interesado, se preguntará cómo es eso. Sencillo. La mesa iría encima mío como formando un caparazón, es decir, monte la mesa sobre mi espalda de manera que las cuatro patas quedaran salidas hacia adelante. Represéntese que se mete debajo de una mesa y luego se intenta parar sin salir de allí abajo, la mesa quedaría a “cocochito” suyo. Bueno, de esa manera la acomodé encima de mí. De todo esto era testigo Meli que observaba con ojos desorbitados como su novio tendría un destino trágico. Me senté en la bici, con la mesa por caparazón y aferré una mano en cada pata de las que salían por encima de mis hombros, ya que las otras estaban a la altura de las caderas, si es que el lector inteligente logró armar la figura. Y comencé mansamente a pedalear, “sin manos”, por esto que acabo de explicar, hasta que gané confianza a las pocas cuadras. El camino era recto, es decir que no sería preciso doblar, el freno a contrapedal de las bicicletas “playeras”, me permitía disponer de la velocidad sin quitar mis manos de la mesa. Y, bien podrá imaginar que los pocos autos que me veían venir, me cedían el paso, por caridad… De manera que llegué sano y salvo con el caparazón azul encima. Así que… quién me quita lo mudado….
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